domingo, 20 de diciembre de 2009

NOVIEMBRE: «Todo es un error»

Noviembre, de David Mamet. Versión y dirección: José Pascual. Intérpretes: Santiago Ramos, Ana Labordeta, Cipriano Lodosa, Jesús Alcaide, Rodrigo Poisón. Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós. Diseño de iluminación: Felipe Ramos. Técnico de iluminación y sonido: Francisco García. Ayudante de dirección: Luis Sánchez. Jefe de producción: Raúl Fraile. Ayudante de producción: Juan Antonio Lozano. Productor ejecutivo: Jesús Cimarro.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 18 y sábado 19 de diciembre de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.

¿Por qué aplaudimos y a qué?
—Peter Brook—

Todo es un error.
—David Mamet, en Noviembre


Cuando el telón desnudó la cuarta pared, no pude dejar de sorprenderme. Las otras tres paredes (léase el foro y las paredes laterales del escenario) estaban completamente vestidas de estuco, a la manera de las paredes de la vida real, adornadas con sus correspondientes cuadros decorativos, y enriquecidas funcionalmente gracias a dos nichos de anaqueles en los que se ordenaban algunos libros, estatuillas y relojes. El escenario estaba alfombrado de azul y ahíto de muebles (escritorios, mesillas, sillas, sillón) sobre los que se esparcían varios teléfonos fijos: esos antiguos aparatos de cable ensortijado que resaltaban sobre tanta intención realista como un nocaut de anacrónico resplandor. También había un ventanal que, como el de cualquier despacho que se precie, dejaba ver la niebla del exterior y las ramas desnudas de los árboles cuando ya los ha despoblado el otoño. Dentro de este escenario vestido se podía abrir una elegante puerta de madera que conducía a un pasillo cuya pared, con cenefa a juego con las del despacho, lucía adornada con otro cuadro de estilo romántico retratando alguna batalla de independencia en donde los héroes hacían alardes de fuerza debajo de una lamparilla dispuesta para resaltar el claroscuro. Las tres paredes eran una reproducción agresivamente veraz del interior del despacho presidencial de la Casa Blanca, del interior de un despacho lujoso. Agresivamente veraz. Porque es cierto que nuestro tiempo cinematográfico —este tiempo en el cual lo teatral es expresivo-lumínico-diluido-desnudo— ha descubierto nuevos códigos para lo teatral desde cuya perspectiva el nuevo espectador resiente, como una gran mentira, la pesadez realista de los decorados. El escenario, alfombrado, repleto de muebles y bien surtido de teléfonos, no dejó de sorprenderme porque hacía mucho tiempo que yo no veía un escenario tan aparatosamente “realista” sobre un escenario. Y esta sorpresa sería, para mí, sólo el principio de un prolongado disgusto, porque a la primera palabra del protagonista —esa caricatura de un presidente de los Estados Unidos— ya me había dado cuenta de que tanto despliegue de caoba y de teléfonos no podría ocultar lo falaz, la perfecta ausencia de lo necesario.

¿Qué sucedió después de que el telón desnudara la invisibilidad de la cuarta pared? Nada. La caricatura del presidente de los Estados Unidos empezó a gritar y no dejó de gritar hasta que el telón volvió a cerrarse. El abogado, su secuaz, no dejó de seguirlo por todo el despacho intentando poner un poco de tino en su desatino verborrágico. La escritora de discursos no dejó de estornudar (el personaje había viajado a China, para adoptar una niña, y se había contagiado de la gripe aviar) y de intentar encarnar el decoro de aquellos quienes, trabajando en la más completa anonimia, son los que ponen de pie la economía de los países. El hombre de los pavos puso su dignidad de sombrero de ala ancha y traje de color claro en defensa del absurdo de la economía de mercado y una caricatura de hombre indígena hizo burla de su propio dardo envenenado. El absurdo caricaturesco que, en principio, sostenía, no sin cierta simplificación, la acidez de la sátira política, habría podido tener sentido escénico, si los actores hubieran actuado desde la comprensión profunda de absurdo tal. Porque por todos es sabido que los modos oblicuos del discurso —la sátira, la ironía, el absurdo— suelen velar un sentido para destacarlo, y cuando los actores han comprendido ese sentido pueden enriquecer el discurso de sus personajes haciendo uso de matices sonoros y de pausas discursivas que subrayen, veladamente, la falta de obviedad de lo que se debe ver. Pero no sucedió así. Las palabras en boca de los actores en escena salían dichas con prisa, en aras de un, tal vez, mal entendido ritmo, con el agotamiento auditivo como única reacción posible en los espectadores. Y hablo de ritmo mal entendido porque, para ser tal, el ritmo debe añadir pausas y matices al crescendo del tono y la velocidad. La función de memorizar palabras estaba bien cumplida por el reparto, pero no así la más obligatoria necesidad teatral de hacer que cada palabra sea dicha como consecuencia de un entramado de actitudes y gestos que, siendo mucho más que la palabra misma, necesita la palabra para concretarse.

Todos, pero sobre todo el personaje presidente, decían muchas palabras. Las palabras, como ya he observado, se desprendían de las bocas de los actores sin haber establecido ninguna relación previa ni con el gesto ni con la intención de los personajes. ¿Qué decían esas palabras? El presidente buscaba enriquecerse con el dinero de los cultivadores de pavos, haciendo su aparición ante las cámaras con un discurso prestado. El personaje-presidente podría haber encarnado, de manera satírica, la corrupción de las más altas esferas del poder, pero el actor, con una voz de tono descontrolado y hablando a una velocidad que descargaba de matices cualquier frase, deshizo el efecto de la sátira en una colección de gags para la risa fácil (recuérdese la expresión y el tono usados para referirse a su mujer como una “cotilla”). Problemas similares enfrentaron los personajes secundarios quienes perdían toda fuerza interpretativa ahogados en ese tumultuoso fluir de los gritos del presidente. Gestos falseados (en el hombre de los pavos, en el indio cuyo descontrol gestual era casi triste de ver) sobre decorados recargados, sin embargo, no ahogaron del todo la única delicadeza del montaje: la extraña y más callada dignidad de ese abogado (Cipriano Lodosa) quien, con voz menos ruidosa, desea librar al presidente de su ruina política proponiéndole que traicione a su escritora de discursos. Un abogado vil, pero con gestos pulidos para representar esa vileza que, en escena, sólo es producto de haber realizado un buen trabajo.

Antes hablé de la perfecta ausencia de lo necesario. Porque si hay algo necesario en teatro es hacer sentido (también con el absurdo) de manera que la vida se transforme o de que, con menos pretensión, la experiencia de acudir al teatro pueda llenar la cotidianidad de un día normal con algo distinto. Si no es así, habría que empezar a preguntarse para qué vamos al teatro, pregunta que nos llevaría a una larga digresión. Sin desviarnos, por tanto, del asunto, querría insistir en el hecho de que esta experiencia de Noviembre en diciembre me ha resultado tan anodina como anónima es la muerte de esos miles de pavos que, sin haber sido indultados por el presidente de los Estados Unidos, mueren el Día de Acción de Gracias. Pero evitemos las autocomplacencias y volvamos a empezar. Afirmemos que toda experiencia teatral es positiva porque, aunque no guste, no transmita, no comunique y aburra, puede, tras larga reflexión, enseñar algo sobre las propias preferencias y, por tanto, sobre la propia vida. Desde ese punto de vista es posible que esta puesta en escena de Noviembre pudiera haber dejado claro que la vida de un despacho en la Casa Blanca es increíblemente frívola, insoportablemente ruidosa, mínimamente lógica, ínfimamente inteligible. De eso se tratan las hipérboles de la sátira. De acuerdo. Pero el montaje adolecía de algo difícil de excusar: era ostentosamente aburrido, ruidosamente falto de intensidad. La intensidad en la voz está lejos de ser garantía de intensidad escénica, de hecho casi nunca se encuentran en proporción directa. El montaje era aburrido porque las voces estaban fuera de control y siempre tintineaban con el mismo tono despojado de significado. Lo de ayer era una puesta en escena que, desde mi punto de vista, ocultaba con creces los mejores puntos de la comicidad ácida del texto y resaltaba la caricatura fácil. Si alguien pudo disfrutar de los gags y no estar mortalmente aburrido, sinceramente me alegro.

Es extraño, hoy en día, ver un teatro con escenografías tan rígidas, tan estucadas, tan poco necesitadas del juego de luces, tan costosas. Pero un montaje rara vez queda arruinado por un desacierto escenográfico, si las interpretaciones logran llenar de sentido ese supuesto desacierto. Un espectador siempre podrá imaginar una puerta, un recinto, un escritorio, un despacho, si hay, en la actuación, vida que impulse el ejercicio imaginativo. En este montaje de Noviembre yo sólo escuché gritos. Y, a los cinco minutos de descubierta la cuarta pared (las otras tres estaban ocupadísimas), me descubrí deseando que alguien dejara de gritar cuanto antes. Esta puesta en escena de Noviembre tenía demasiado escenario para tan poca vida y demasiado alarde para tan poco teatro.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 20 de diciembre de 2009

martes, 7 de julio de 2009

[purgatorio]POPOPERA: Cables de una coreografía literaria


[purgatorio] POPOPERA. Emio Greco PC (Holanda). Coreografía, luces y concepto de sonido: Emio Greco Pieter C. Scholten. Composición: Michael Gordon. Música y danza: Víctor Callens, Vncent Colomes, Emio Greco, Marie Sinnaeve, Suzan Tunca, Jesús de Vega Gómez. Vocal: Stefanie True. Escenografía: Marc Warning. Proyecciones: Joost Rekveld.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Liceo, martes 9 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 1h05’.
In heaven everything is fine.
—David Lynch, Eraserhead (1977)—

Bellamente infernales,
llenan el aire de hechiceros veneficios
esos siete mancebos. Y son los siete vicios,
los siete poderosos pecados capitales.
—Rubén Darío, «El reino interior» en Prosas profanas
Debo decir que me gustó. Y debo decirlo con cautela —con toda la cautela que impone el saber que estoy hablando desde la subjetividad del gusto— porque [purgatorio] PopOpera convenció poco, a pesar de haber sido celebrada con sonoros aplausos. Tal vez, porque el riesgo de las guitarras eléctricas era de drástico claroscuro: o se odiaba o se amaba. Y a mí la aventura del Dante que se enreda de baile entre guitarras me amarró con cuerdas eléctricas a una coreografía inteligente, fluida y, si cabe, literaria.

Recuerdo cinco guitarras erguidas al fondo de un escenario sin telas, un escenario dispuesto a manera de cubo con piso brillante para deslizarse. A nuestra derecha (la derecha del espectador) una proyección minimalista alternaba letras que asignaban a cada día de la semana uno de los siete pecados capitales. Lunes: soberbia, martes: envidia, miércoles: ira, jueves: pereza, viernes: avaricia, sábado: gula, domingo: lujuria. Y también recuerdo luz, chorros de luz azul. En la esquina posterior derecha del escenario, una escalera con siete peldaños: cada peldaño más angosto que el inmediatamente inferior hasta llegar al último con el tamaño apenas suficiente para una sola persona. Es decir, una escalera que se estrechaba hacia arriba como símbolo de la dificultad del ascenso. Y todo esto agrupado bajo la expectativa del título de la puesta en escena: [purgatorio] PopOpera. Guitarras para el pop, siete peldaños y listado de pecados capitales para el purgatorio. Insisto en que la propuesta me gustó. Y mucho.

Porque fue como asistir a una ilustración cinemática del purgatorio de Dante Alighieri. El espectáculo empieza con el desfile de una mujer que, cantando ópera, se dirige por el corredor central del patio de butacas hacia los tres escalones que llevan hasta el proscenio del escenario. Esta mujer va dirigiendo los pasos de un hombre quien, una vez sobre las tablas, se desplazará hasta la escalera de los siete peldaños que antes he identificado como un símbolo de ascenso. En el «Purgatorio» de Dante Alighieri, Lucía rapta a Dante y lo lleva a la entrada de ese purgatorio cuya puerta se abre traspasados tres escalones. Allí, un ángel marcará la frente del Dante personaje con siete letras «p» correspondientes, cada una, a un pecado capital y cuya marca se irá borrando a medida que éste vaya salvando los círculos en los que será ilustrado sobre cada pecado y los modos de evitarlo. ¿He hablado de los tres escalones que acceden desde el patio de butacas hasta el escenario? ¿He mencionado las letras proyectadas a la derecha del foro? Coreografía con guiño literario: la compañía Emio Greco PC se disponía a ilustrar con baile, a la manera de un ballet contemporáneo, la aventura del Dante de la Divina Comedia en su paso por los siete círculos del purgatorio. Entonces, todo me pareció cargado de cierto encanto medieval y decidí estar bien predispuesta para disfrutar ese viaje.

Después todo fue extraño, como debió ser extraña esa travesía del personaje Dante por su purgatorio. Cinco bailarines hicieron alarde de cuerpos en sintonía con sus movimientos puntillosamente exactos. Sus cuerpos, haciendo coro de gestos al unísono, tomaban el lugar de los personajes a quienes Dante encuentra en su viaje, personajes que, a su vez, encarnan causas y consecuencias del pecado capital de su preferencia. Y mientras que los bailarines hacían sus discursos corporales, ese personaje llegado al principio observaba en la escalera simbólica e iba subiendo, peldaño a peldaño, como aquel Dante quien, una vez aprendida la lección sobre el pecado en cuestión, superaba uno de los círculos y borraba una de las marcas de su frente, hasta llegar al último peldaño del ascenso, limpio de pecados capitales. A medida que nuestros ojos se adentraban en ese purgatorio-escenario, los bailarines hacían solos e improvisaciones que más de una vez me dejaron con la boca semiabierta, anhelando para mis músculos una mínima dosis del veneno de ese ritmo que hace que el cuerpo se convierta en el más afinado de los instrumentos. Y así siguieron —de uno en uno, de dos en dos, o los cinco juntos— con una coreografía de la que cualquier cosa se puede decir menos que no había sido trabajada y coordinada hasta el cansancio. ¿Acaso no es la meticulosidad con la que se ha realizado un trabajo un valor a tener en cuenta en la evaluación de una puesta en escena? Independientemente de cuánto nos convenza su temática o su propuesta visual, es difícil negarse al encanto de una coreografía pensada al milímetro y ensayada al sudor, milimétricamente.

Tuve la suerte de ver esta puesta en escena desde el anfiteatro, posición privilegiada para ver los diseños de luz que acompañaban, con minuciosidad técnica, el baile sobre las tablas: círculos de luz cenital sobre un cuerpo, sobre dos cuerpos o ampliada para albergar a cinco bailarines que en ningún momento, con toda la dificultad de sus contorsiones y recorridos, quedaron fuera de foco. También a las luces aplaudí cuando aplaudí. Aplaudí incluso el extraño diseño contemporáneo-esotérico-minimalista que dispuso unos cuantos globos blancos y ovalados, a manera de cuerpos celestes, colgando bajo el cielo del escenario.

He anticipado que las guitarras eran problemáticas, y lo eran porque a todos nos confundieron con su polisemia: ¿Qué significaban? Cinco guitarras eléctricas, ya lo he dicho, esperaban pacientes y erguidas en el foro a que el espectáculo comenzara. Más adelante, los bailarines sacarán a escena otras cinco guitarras eléctricas que rasgarán, al unísono, con un ruidoso sonsonete (ojo: no son músicos, son bailarines) que o intenta decirnos algo o pretende hacernos salir corriendo de ese purgatorio cuanto antes. Con las guitarras en los brazos el baile perdía fluidez y se convertía en otra cosa menos agradable de ver pero, sin duda, gustosa de interpretar. Porque las guitarras eléctricas en el purgatorio de Dante Alighieri son el equivalente coreográfico de la paradoja que da título a la puesta en escena: PopOpera, ópera pop. Porque infiltrar la popularidad del pop en la minoritaria forma operística es un movimiento análogo al de hacer que los personajes del purgatorio medieval hagan ruido con sus guitarras eléctricas, movimiento éste que tiene un fin bastante encomiable: el de acercar al público menos entendido (en ópera o en Divina Comedia) contenidos que, en la prosa del pop o en la poesía de la ópera, siguen vigentes. Actualización de contenidos universales. El purgatorio con guitarras eléctricas es el del escenario y también el del teatro del mundo que nos envuelve cuando, después de haber sido testigos de semejante amalgama, nos enfrentamos al ruido de la calle.

Al acercarnos al final de la puesta en escena, una mujer (la misma que había dirigido, dando voces de ópera, al Dante personaje al purgatorio del escenario) con peluca rubia nos prometerá el cielo. Sabemos entonces que quien canta para nosotros es Beatriz, la mujer quien, en La Divina Comedia, representa la salvación del hombre. La solución de la compañía no es trivial puesto que esta Beatriz nos sorprende con un tema musical que habla de cualquier cosa menos del paraíso, a pesar de afirmar que «in heaven everything is fine». Cualquier cosa menos el paraíso puesto que esa canción es la misma que canta la mujer del radiador en la oscurísima película Eraserhead de David Lynch. Y cualquiera que recuerde esa escena de la mujer del radiador sabe que el guiño cinematográfico que hace la compañía Emio Greco PC es todo lo perturbador que puede ser ya que actualiza la entrada al cielo del personaje Dante con una referencia a una película surrealista en la cual el cielo es poco menos que un lugar del que llueven lagartijas. La propuesta sugiere, entonces, que nos quedemos con nuestro purgatorio. Porque en él, al menos es posible sacar las guitarras eléctricas y saber que se mezcle lo que se mezcle —léase ópera, pop, cine y literatura medieval— será posible encontrar algo de sentido o de belleza. Esa es la visión de un purgatorio pop en el que aplaudí con la satisfacción de haber sido instruida, mediante la danza, en la constante universal que persiste en cada una de los intentos expresivos del hombre, Dante Alighieri incluido: la anatómica y colorida exactitud del barro que nos hace hombres.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 6 de julio de 2009

jueves, 11 de junio de 2009

LEV: Arquitectura de la soledad

Lev. Muta Imago (Roma, Italia). Dirección: Claudia Sorace. Dramaturgia: Riccardo Fazi. Intérprete: Glen Blackhall. Sonido: Riccardo Fazi. Escenografía: Massimo Troncanetti. Vestuario: Fiamma Benvignati. Grabaciones voz femenina y canto: Irene Petris. Grabaciones piano: Marco Guazzone.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Caja Duero, lunes 8 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 50’.

Cuando mira por la ventana, ¿qué ve?
—Muta Imago—


Al entrar en un teatro a oscuras, vemos la silueta de un hombre que, parado debajo de una lámpara, espera por el inicio de algo. Es una imagen inquietante puesto que de ese hombre sólo sabemos que su nombre es Lev y que algo extraordinario le sucederá. ¿Acaso no se llama Lev cualquiera de nosotros? Es una imagen inquietante porque sintetiza, con enorme fuerza visual, la soledad del hombre Lev o, por qué no decirlo, la soledad de un Lev que es igual a nuestra —la de cada uno de nosotros— incisiva soledad. ¿Acaso no está cada uno de nosotros mirando desde adentro, por la ventana del iris, lo que sucede en el mundo/teatro? El goteo silencioso en minutos de esa espera hace que lo que esté por suceder adquiera importancia de cataclismo, de la misma manera en que una mancha negra adquiere una apariencia tormentosa cuando se posa, macabra, sobre un lienzo blanco. La espera afina la tensión y estira nuestra expectativa hasta que la lámpara se cae encima del hombre y algo en el suelo, a manera de guerra, explota llenando de esquirlas, sesenta años después, la mullida contingencia del patio de butacas.

Lo que sucede en adelante es, al mismo tiempo, terrible y majestuoso. Terrible, porque la lograda imitación de una atmósfera de trincheras en mitad de la muerte nos incluye. Majestuoso, porque es difícil explicar el hechizo que, sobre sus espectadores, ejerce la compañía Muta Imago con tan sólo un poco de arena añadida a un sistema de tres paneles y tres lámparas movido por cuerdas y poleas desde el emparrillado. El hilo argumental es corto y exento de nudos: un soldado pierde la memoria por efecto de una bala en el cerebro y trabaja, día a día, en la recuperación del contenido que su olvido esconde. Pero no es sólo eso lo que vemos expresado, casi sin palabras, sobre el escenario. Es más que eso. Algo que compete a la metafísica implícita en la generalización que hace de un hombre, cualquier hombre y de cualquier hombre, todos los hombres. Esa metafísica que permite pensar en algo esencial que es común para todos (asumo el riesgo anti-positivista de una afirmación como la que acabo de emitir porque la compañía Muta Imago me ha hechizado).

Tres lámparas suben y bajan simbolizando, de manera alternada, una explosión, el desconcierto de una trinchera, la confusión de una guerra, la luz de una sala de cirugías y un amanecer. Tres paneles blancos de distintos tamaños bajan y suben generando todo el efecto de la destrucción tras los impactos. Esas mismas láminas (los he llamado paneles) serán, luego, usadas como tableros, cuadernos de notas y ventanas. Paneles de un material transparente, en un principio cubiertos por arena blanca, en los que Lev irá dibujando, con el dedo, su pasado, para encontrarse. La búsqueda sucede en mudo claroscuro de gesto y de sonido, con un juego de espejos que, situados en el suelo, proyectan imágenes sobre los paneles-pantalla. Lo demás es magia, ya lo he dicho. Cincuenta minutos de naufragio en una atmósfera creada para el arrobamiento. Espectadores que se hunden, como peces sin parpadeos, en los juegos de luz hasta ese momento de sugestión máxima en el que, por efecto de un haz sobre el que Lev derrama un poco de arena, vemos a una bailarina moviendo sus piernecitas de fantasma (la bailarina es una trampa lumínica) ante la expresión de ese ¡oh!, inevitable, en boca de todos o de casi todos. Cuando los espejos se agotan y los gestos se acaban, cuando estamos alcanzando a Lev en la memoria de Lev, nos damos cuenta de que Lev ha recordado cuál es su brazo izquierdo —el que sostiene una lámpara— y de que Lev está preparado para volver a llamarse Lev entre nosotros.

De acuerdo. En escena, con minuciosa exactitud, algo bello ha sucedido. ¿Sólo eso? ¿Sólo el momento que se diluye y ya casi no existe cuando salimos? Tal vez sí. Tal vez no. Prefiero apuntarme a la segunda de las opciones. He aquí el razonamiento que inclina mi preferencia:

Durante el lapso de tiempo en el que estamos todos fascinados con lo que vemos sobre el escenario, el personaje Lev no dice una sola palabra pero el ambiente sonoro incluye varias voces en off. Una es la del médico que anuncia que la bala ha sido extraída, otras pertenecen a personas que hacen preguntas sobre lo que Lev recuerda y le ayudan, con esas preguntas, a reencontrar su memoria y otra es la de un locutor de radio que anuncia el éxito de la puesta en órbita del satélite Sputnik 2, ése que llevaba en su interior a la perrita Laika, primer ser vivo que, en noviembre de 1957, fue llevado fuera de la atmósfera terrestre. La puesta en escena refiere el drama de un soldado ruso sin memoria y, por momentos, el ambiente sonoro incluye a una voz en off hablando del Sputnik. No hay gratuidad en el teatro bien construido, luego entre Laika y Lev debería existir una relación interpretable como parte del concepto artístico que la obra expresa. ¿De qué manera es significativa esa inclusión referencial del Sputnik y de Laika? Por una parte, es posible que la mención del Sputnik tenga una función contextualizadora puesto que sitúa el momento en el cual Lev está escribiendo su diario y viviendo el proceso de recuperación de sus recuerdos. Ese locutor de radio podría ser parte del entorno histórico de Lev, una voz que Lev escucha y que, así, lo sitúa en un marco de coordenadas temporales determinado. Por otra parte, probable es que haya algo más que contexto histórico en la mención de Laika, y ese “algo más” es el que otorga, a esta puesta en escena, la dimensión generalizadora y, digámoslo así, trascendente de la que antes hablé. Es coloquial el uso de la expresión estar en la luna para referirse a una persona que está fuera de la realidad o que se ha distraído. No es difícil, entonces, relacionar dicha pérdida de realidad por desmemoria de Lev con la puesta en órbita de Laika. Más aún, yo veo en la puesta en escena de Muta Imago una delicada metáfora de la soledad. Dado que el recuerdo funciona como articulador de una realidad objetiva cuya objetividad es convencional y colectiva (nos construimos como individuos a partir de códigos culturales como el lenguaje hablado), una circunstancia como la pérdida de la memoria desvinculará, a quien la padece, de ese acuerdo colectivo que instaura una realidad, dejando a esa persona por fuera de dicha realidad por desconocimiento de los referentes compartidos. La comunicación requiere el conocimiento de lo convencional colectivo. El olvido de dicha convención supone la incapacidad de comunicación y, por tanto, la caída en un abismo de subjetividad. ¿En qué se parecen Laika en órbita y Lev desmemoriado? Laika y Lev son cuestionamientos metafóricos de la posibilidad de comunicación en ausencia de referentes compartidos; Laika y Lev son metáforas de la más profunda e impenetrable soledad.

Finalizando el tiempo de la puesta en escena, una voz en off le pregunta a Lev qué es lo que ve cuando mira por la ventana mientras que Lev, con cuerdas que lo levantan del suelo, imita el paso de un astronauta liberado de ataduras gravitatorias. De manera simultánea, una ristra de lámparas que apuntan directo a los ojos de los espectadores (lámparas en el suelo del foro enfocando hacia el patio de butacas) empiezan a disparar rayos fotónicos de altísima potencia. Nuestros ojos parpadean, quedan atónitos y lloran de fulgor antes de cerrarse. Ese aullido de luz nos taladra y nos incluye en la desmemoria de Lev: un drama que empezó con el destello de la explosión que le trepanó la zona de memoria en la cabeza. Ese grito de luz nos apunta y nos convierte en Lev, nos enmudece y nos pierde en el abismo de nuestras propias e individuales preguntas. De repente, estamos ciegos de luz y solos, atentos en el miedo de esa sencilla certeza: estamos solos, escuchando la ironía de una voz que nos pregunta: «cuando mira por la ventana, ¿qué ve?».

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 11 de junio de 2009

martes, 9 de junio de 2009

AN ANTHOLOGY OF OPTIMISM: Una buena lección de teatro pesimista


(CRÍTICA Y CONTRA-CRÍTICA)

An anthology of optimism. Teater Camp X (Bélgica). Dirección: Jakob Wren y Pieter de Buysser. Producción: Campo Ghent (B). Texto: Pieter de Buysser, Jakob Wren.
http://www.anthologyofoptimism.com/
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Liceo, domingo 7 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 1h 10’.
Hay que cultivar el propio huerto.
—Voltaire—

Un escenario de teatro lo soporta casi todo, menos la mentira. Por paradójica que parezca la anterior afirmación, estoy dispuesta a gritar a los cuatro vientos que la mentira teatral es abominada por el escenario y que la atmósfera teatral se enciende de chillidos mudos —los chillidos de lo groseramente fútil— cuando la están profanando. He sido testigo de una profanación y un ancestral sentido de la justicia exige de mí la siguiente denuncia.

Dos hombres vestidos con una normalidad desmarcada de significado (sé que todo atuendo es significativo pero estos dos hombres no parecían haber reparado en tal posibilidad semiótica: estaban vestidos como para ir a tomar una caña después de salir de su clase de idiomas), decía que dos hombres de apariencia anodina esperan, de pie sobre las tablas, a que su audiencia (con ese impersonal sustantivo colectivo «audiencia» se refieren a nosotros, los espectadores, durante su discurso) tome asiento. El escenario está convertido en plataforma de aula de conferencias con los siguientes elementos: dos sillas al lado derecho del espectador, una mesa/atril en la parte posterior derecha. A la izquierda del espectador, una consola de sonido. Sobre el suelo, en el proscenio, un proyector de transparencias que lanzará sus imágenes sobre un telón blanco que cubre el foro y que, de paso, acorta bastante la profundidad del escenario. Es un tópico afirmar que el aula de clase es un teatro y que el profesor es un actor de sus lecciones pero, tal vez, lo contrario no sea tan cierto. ¿Qué sucede cuando los actores vuelven trizas la convención del personaje y se convierten, con seriedad, en adoctrinadores de sus espectadores al enumerar, en tiempo real y con una burlona serenidad, los resultados de un experimento titulado Una antología del optimismo?

Todo empieza siendo convincente. Uno de los dos hombres habla desde el escenario mientras las luces del patio de butacas siguen encendidas y, con el mismo tono con el que se advierte a los espectadores que apaguen sus teléfonos móviles, empieza a decirnos lo mucho que le cuesta a él permanecer optimista en un mundo en el que los partidos de centro-derecha son cada vez más votados y en el que los recursos naturales “renovables”, como el agua, se acercan peligrosamente al bando de los “no renovables”. Algunos minutos más tarde, mientras se diluyen las luces del patio de butacas y queda acotada al escenario la convención de espacio teatral, el segundo de los hombres afirma que está harto de ese tipo de discursos. Dice que está cansado de los pesimistas bien bañados, bien comidos, bien reposados y califica al pesimismo como un lujo que no todos se pueden permitir. Acto seguido empieza a contarnos sobre el optimismo y los optimistas. Según el narrador (todavía no podemos hablar de personaje, el hombre se está dirigiendo a cada uno de sus oyentes en el patio de butacas), los optimistas son personas que, por haber padecido situaciones de dificultad real, se deciden a cambiar las cosas, poco a poco, empezando por su propia vida. Los optimistas deciden creer en la posibilidad de cambio como opción preferible a la del cómodo y quejoso pesimismo. Por tanto, los optimistas empezarán a actuar en positivo sobre la propia visión del mundo y, por extensión, empezarán a provocar cambios positivos en el mundo. Hasta ahí, todo va bien y resulta casi divertido puesto que los narradores (ahora hablan con micrófonos como auténticos animadores de circo) también tienen su punto de bufones y hacen, mientras hablan, gestos que podrían ser graciosos. Hasta ese momento yo estoy pensando que, de este experimento teatral con dos narradores no antagonistas, sin conflicto, sin desarrollo dramático de personajes y sin personajes, sin condensación de tiempo y espacio, sin creación de mundo alternativo, sin formalización sonoro-visual y con improvisación discursiva, decía que hasta este momento yo estoy pensando que de este experimento teatral, como siempre, algo se podrá aprender. Empiezo a sospechar que estoy siendo demasiado optimista cuando me doy cuenta de que los narradores se están tomando muy en serio su lección, de que, en verdad, nos están adoctrinando con su discurso sobre el «optimismo crítico» —así llaman a ese optimismo de acción cuyas particularidades mencionaré más abajo— y de que su puesta en escena ha sido, en efecto, pensada como uno más de esos gestos de «optimismo crítico» que pueden cambiar la situación del mundo. Es decir, su puesta en escena es una acción positiva que corrobora, en acto, el discurso que los narradores están intentado legitimar. De acuerdo en que el teatro tiene, de manera más o menos explícita, una función didáctica y, desde cualquier enfoque, una intención de impacto social. Pero de ahí a una sesión de motivación para jóvenes emprendedores, me parece a mí, hay una enorme diferencia. Mi optimismo es flor de un minuto cuando mi razón, no del todo educada para este tipo de discursos fáciles, empieza a preguntarse si la obra teatral denominada An anthology of optimism es:
a) ¿una parodia escenificada de los manuales de superación personal?
b) ¿una parodia de las charlas de motivación empresarial?
c) ¿una charla de motivación empresarial?
d) ¿una lección de auto-superación personal?
e) ¿una clase?
f) ¿una burla?
g) ¿un cuestionamiento genial sobre la convención genérica llamada “teatro”?

La clase, como lección, no deja de ser entretenida. Los narradores/animadores/adoctrinadores tienen el aula equipada con dispositivos didácticos que facilitarán a sus alumnos el aprendizaje de contenidos nuevos. De esa manera, todas las ideas importantes están escritas en cartulinas de colores a la manera de Post-It gigantescos (tamaño teatral), que enriquecen aún más la sensación escolar. En esos cartones se nos enumeran los pasos metodológicos de ese «optimismo crítico» que estos animadores profesan. La enumeración, lector con quien comparto estos minuciosos apuntes de clase, es la siguiente:
1) Aceptación de los hechos reales (un pesimista es el que se queda pensando en la realización imposible de grandes utopías).
2) Avanzar en pasos pequeños y posibles (estrategia que evitará el bloqueo).
3) Pensar en lo que será necesario para convertir a un pesimista en optimista.
4) El optimismo requiere imaginación (largo silencio y risas de la audiencia. Acertado golpe de efecto).
5) Resistencia (necesidad de resistir en el optimismo a pesar de que el pesimismo sea un mal pandémico).
Más adelante, los narradores se alternarán su camiseta del optimismo en el siguiente juego: cada vez que alguno de los dos se vaya poniendo demasiado cursi con su discurso, gana la camiseta. Al ganar la camiseta deberá emitir, de manera inmediata, un eslogan que haga referencia al optimismo. No importa la calidad literaria del eslogan porque, según recuerdan, Flaubert decía que los optimistas eran malos escritores. Emiten, entonces, frases de Julia Kristeva —«el optimismo es el amanecer del pesimismo»—, de Antonio Gramsci —«la tarea del modernismo ha sido vivir sin ilusiones y sin desilusiones», del Cándido de Voltaire —«hay que cultivar el propio huerto»— y de cosecha propia de uno de estos actores que dice (aquí parafraseo): no estoy interesado en el optimismo por sí mismo o el pesimismo por sí mismo, sino en las aplicaciones prácticas de uno u otro para lograr resultados reales de cambio dada una situación específica. Muy bien. Nada más tradicionalmente didáctico que usar el principio de la auctoritas, incluyendo en el discurso citas que lo validan. Nada más típicamente posmoderno que la construcción textual que rebosa de referentes y guiños literarios conocidos. La clase incluye, por supuesto, preguntas directas a la audiencia que nos dejan, pobres espectadores de teatro, cada vez más desconcertados. La lección termina con ejemplos prácticos de optimismo crítico entre los que se subraya la retórica de Barack Obama (nos muestran, en proyección sobre el telón didáctico, el vídeo de un fragmento de sus discursos) y la política de Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá. Hasta aquí mis apuntes de clase (espero, lector, que no te hayas aburrido porque la clase tuvo su sal).

Es demasiado fácil hablar a los espectadores sobre una buena idea que, bien formalizada como espectáculo teatral, habría podido ser un buen espectáculo teatral, pero que así, en charla, no deja de ser el atisbo en ciernes de un experimento teatral. Sin conflicto, sin personajes, sin construcción de mundo, sin desarrollo, sin tensión dramática, sin verosimilitud ni inverosimilitud, sin condensación temporal: el teatro convertido en aula de congresos para una charla de motivación personal simplista y simplificadora. Sin, tampoco, ese matiz paródico que mi optimismo intentó ver durante los setenta minutos de la puesta en escena y que, tal vez, hubiera rescatado el experimento de su nulidad. Los narradores/animadores/motivadores/experimentadores se lo estaban tomando en serio y creo que, muy en serio, se burlaban de nuestra inteligencia. El simplismo sin formalización escénico-teatral hacía mofa de nuestra capacidad de participar en juegos —léase propuestas escénicas— más complejas. Alguien podría argumentar que la no-formalización es otra forma de formalización artística. De acuerdo. Pero sólo cuando dicha “no-formalización” es intencional y funciona como parte de un concepto artístico global. Desde mi punto de vista, este no sé qué llamado An anthology of optimism se saltó ese sutil pero importante límite que separa al escenario de la plataforma: el escenario donde se construyen mundos posibles de la plataforma desde la que se adoctrina a un mundo. Y eso, a mí, me parece hacer trampa.

Valga ahora una aclaración: yo no estoy en contra del optimismo práctico. Anoche, el escenario pegaba gritos sordos mientras que dos motivadores daban saltitos optimistas sobre las tablas y nos dejaban, a quienes desconcertados mirábamos tal despropósito dramático, en el más absoluto de los pesimismos. Mi porfiado optimismo es el que, después de experiencia tal, me ha rescatado del supremo desaliento con respecto a las novedades teatrales que subestiman las posibilidades del teatro, y me ha llenado de valor para sentarme a escribir esta reseña.

La CONTRA-CRÍTICA (necesito no ser auto-condescendiente con mi disgusto) empieza con el siguiente PERO:
Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario
desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa,
y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.
—Peter Brook—
An anthology of optimism puede ser (véase, arriba, la opción g), también, un cuestionamiento brillante —sutil y brillante— a la convención teatral, cuestionamiento escénico en cuya ejecución se hace trizas la idea más o menos convencional de lo que entendemos por “teatro”, en beneficio de nuestra propia liberación de dicha convención. La simplificación que convierte el espacio escénico en una plataforma de enseñanza subraya, con sencillez, esa cualidad didáctico-política del teatro que siempre incluye a los espectadores en determinada visión de mundo. La proyección, en ese mismo espacio aparentemente descargado de magia teatral, de fotografías y de cartas, es una mezcla intencional de géneros expresivos que destaca el hecho convencional y, por tanto, arbitrario de dichos géneros. La inclusión, en ese escenario-aula, del vídeo de un discurso político del presidente de USA, Barack Obama, insiste, de manera simultánea, en la teatralidad de las plataformas políticas y en la cualidad política de los escenarios teatrales. Dicha insistencia en lo teatral de lo real y en lo real de lo teatral, cuestiona de manera efectiva los límites de la ficción. La ficción del discurso político —la teatralidad del discurso político— queda subrayada en un contexto en el que se ha desactivado la convención ficcional del espacio escénico hasta convertirlo en un espacio de adoctrinamiento ficticio. Teatro-mundi contemporáneo: el teatro es una plataforma de doctrinas, las plataformas de doctrinas son teatros. Es posible que estos hombres sean unos genios. Y, si es así, no quiero privarme del gusto de, habiendo re-pensado mi disgusto, quitarme, delante de ellos, el sombrero. ¿O estoy siendo demasiado optimista?

Catalina García García-Herreros
Salamanca, martes 9 de junio de 2009

viernes, 5 de junio de 2009

ORGY OF TOLERANCE: "¿Qué sería del mundo sin nosotros?"


Orgy of Tolerance. Troubleyn / Jan Fabre (Bélgica). Concepto, dirección, coreografía y escenografía: Jan Fabre. Dramaturgo: Miet Martens, textos en colaboración con los actores. Actores: Linda Admai, Christian Bakalov, Katarina Bistrovic-Darvas, Annabelle Chambon, Cédric Charron, Ivana Jozic, Goran Navojec, Antony Rizzi, Kasper Vandenberghe. Música y letras de canciones: Dag Taeldeman. Luces: Jan Dekeyser, jan Fabre. Vestuario: Andrea Kränzlin, Jan Fabre. Técnico de sonido: Tom Buys. Asesor de lenguas: Tom Hannes. Producción: Jan Fabre.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Liceo, lunes 1 y martes 2 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 1h 45’.

Come together right now over me
—John Lennon—

Sobre el escenario, un hombre armado con un fusil hace un discurso sobre la necesidad de disparar contra todos los seres humanos que le molestan y, a propósito de tan didáctica monserga, decide quitarse la ropa y empezar a introducir, con toda la lentitud que el rito merece, el cañón del fusil por su tracto anal. Después, con el arma apuntando, desde adentro, al centro de sus entrañas, se pone a gatas y empieza a ladrar tirando espuma por la boca como un perro rabioso. ¿Eso qué significa? Sobre el escenario, una mujer de alto cargo en su empresa (elegante sillón forrado en cuero para que imaginemos la comodidad de un despacho de rascacielos) revisa los currículum vítae de nuevos aspirantes a un trabajo. Y, en ese análisis, nos explica su método personal de selección que incluirá hacer una bola con la primera página del currículum (la que tiene el nombre del aspirante) e introducirla, con toda la lentitud que el rito merece, hasta el cuello del útero, después de haberse hecho cortes en todos los labios con los bordes de esa misma hoja. El resultado de este método de selección tan particular premiará con un puesto de trabajo a aquel candidato cuya primera hoja de currículum la haya llevado más rápido al orgasmo. ¿Eso qué significa? Significa, tal vez, que asistimos a una propuesta escénica titulada Orgía de la tolerancia y que, por tanto, se exigirá de nosotros, los espectadores, que seamos tolerantes.

Significa también que, para cumplir con mi proyecto de escribir esta reseña, me veré abocada a la tarea de pescar, en un océano de gritos, de competiciones masturbatorias, de contorsiones y de palabras malsonantes, los fragmentos de un furor colectivo que, aunque en mí no hacen catarsis, deberé emplazar significativamente en un texto medianamente inteligible. A fuerza de hacer tal ejercicio de rescate, es posible que esta puesta en escena adquiera nuevos significados para mí y que, de esa manera, mi primera impresión, de rechazo y total desconcierto hacia el entusiasmo que la obra despierta, quede mitigada por el intento de comprender e interpretar más allá del sensacionalismo. El sensacionalismo, al igual que todo, puede enfocarse como objeto de estudio y ser leído como un síntoma cuyo análisis puede informar sobre las particularidades culturales que producen fenómenos así.

Tiremos, entonces, la red. Un escenario en negro, de suelo desnudo y cortinas discretas (casi imperceptibles) cubriendo las paredes laterales del mismo, nos da la bienvenida. Luce bien, en estilo minimalista, con apenas unos cuantos sillones y sofás forrados en piel esquinados a lado y lado del escenario. Lo más llamativo es la disposición de los focos de luz que cuelgan, a poca distancia del suelo, haciéndose claramente visibles para el espectador y formando así parte de la escenografía. El escenario tiene una clara intención de cuarto trastero, de cuarto de máquinas en el que se han desvelado, a propósito, todos los secretos del circo. Es un escenario dispuesto a manera de guante por el revés con todas las costuras al aire, un escenario que cuestiona su propia calidad de espacio para el artificio y la ficción. Aplausos mentales para el concepto escenográfico (nada novedoso, no aplaudimos aquí la novedad sólo por ser novedad porque no creemos en la verdad que contiene la palabra “novedad”). Sobre ese escenario, cuatro deportistas se preparan para una competición durante varios minutos y, luego, como quien no quiere la cosa, impulsados por sus crueles y exigentes entrenadores, empiezan a auto-estimular manualmente sus zonas erógenas. Ganará la carrera el que más orgasmos alcance en el menor tiempo posible, por supuesto. La competición dura quince minutos y el mejor competidor alcanza siete puntos, venciendo con diferencia al segundo (sólo tres). El problema es que yo estoy aburrida desde el minuto número cuatro y la magia del escenario desnudo se me ha diluido en el hastío.

¿Eso es lo que vienen a ofrecerme? Soy una hija de mi tiempo: no me escandalizan las masturbaciones colectivas ni, mucho menos, me resultan intelectualmente estimulantes. Pero, puesto que todo puede significar algo interesante si uno se empeña en encontrar ese significado, yo sigo amarrada a mi silla esperando lo que llega a continuación: una largo acto dividido en fragmentos de acción (a manera de cuadros) que se hilvanan sin interrupciones (sólo cambiando la disposición de los sillones sobre el escenario) en los cuales, por ejemplo, una mujer alcanza el clímax rozando su cuerpo contra un sofá al que le pide hijos. Cuadros similares mostrarán cómo unos cuantos hombres armados hablan sobre la decoración, con figuras vivas de africanos y orientales, de sus costosas casas. O cómo unas mujeres enmascaradas dicen que son terroristas y explican (ya lo sabíamos, gracias) que el mundo no sería tan agradable sin el orden que su desorden se encarga de implantar, puesto que la sociedad de bienestar requiere, para existir, que la pirámide siga produciendo outsiders que justificarán el uso de la fuerza y, por tanto, el lucrativo negocio de las armas en todas sus expresiones posibles: «They call us terrorists. ¿What would the World be without us?». Ya lo sabíamos, gracias. Y sucede, por ejemplo, que una pareja de vagabundos se sienten tan orgullosos de su piel blanquísima como orgullosos alardean de los productos desinfectantes creados por las industrias de una cultura definida por la asepsia químicamente correcta. La mujer vagabunda, Mildred, hace un monólogo sobre cómo pondría en la lavadora a todos los que no se parecen a ella —léase hispanos, judíos, musulmanes, africanos, chinos— hasta que quedaran todos limpios y, después de solazarse así, se cubre la cabeza con su gorrito al mejor estilo Ku Klux Klan para empezar a bailar un breakdance, feliz. Y también en el escenario sucede que unas personas piden orgasmos en las tiendas, porque pueden comprarlo todo —también los orgasmos— y que tres mujeres embarazadas tienen, sobre carritos de la compra, su doloroso parto de latas de refrescos y de enlatados y de prendas de vestir. Y sucede que un hombre canta algo ininteligible sobre el mundo del espectáculo (ya lo sabíamos, gracias: Ver Debord) y se lamenta del poder de las tarjetas de crédito. Sucede que una pareja hace una minuciosa explicación sobre el miedo como impulsor de las políticas de seguridad nacional e internacional (ya lo sabíamos, gracias) y que tres personas son castigadas a latigazos porque se han rehusado a comprar la última pantalla plana y porque todavía no han cambiado su coche. Sucede que un actor vestido de Jesucristo, al que llaman JC, es captado por un diseñador de modas quien actualiza su atuendo, haciéndolo semejante al estilo Mick Jagger, para que sea más comercial, antes de ponerlo a hacer malabares con una cruz gigante y decir que podría ser un show interesante en el Cirque du soleil. Y estas cosas suceden antes de que todos los actores hagan la última danza, apoteosis de la euforia, y enumeren un listado de cosas y personas —el listado incluye a los espectadores y al director Fabre— a las que mandan a (pido disculpas, lector, aquí no cabe el eufemismo) joderse, con todo el énfasis que tiene el monosílabo equivalente a “joderse” en el rotundo idioma inglés.

Visto lo visto, todo me deja fría: casi mortalmente fría de aburrimiento. Pero, aún así, pienso que algo debe significar, algo más que el —a estas alturas de la historia de las ideas— tópico de decir que:
a) el mundo tardo-capitalista y globalizado (ver Jameson) sigue siendo tan bestial como ha sido siempre,
b) que la cultura del espectáculo (ver Debord) y del consumo compulsivo nos está llevando a límites de una crueldad nunca antes tan refinada y sutil, y
c) que el hedonismo individualista (ver Lipovetsky) ha infiltrado en la cultura la ideología de la instrumentalización mediante la cual todo y todos son herramientas utilizables en beneficio de la propia auto-satisfacción.
Algo más debe significar puesto que todo eso ya lo sabemos, gracias, y no tiene mucho sentido llover sobre mojado con tanto monótono grito. Además, no quiero olvidar que toda interpretación razonada puede llenar de sentido al objeto de estudio que motiva tal interpretación y que, también, es interesante jugar el juego de las etiquetas. Entonces me llega a la cabeza la palabra “sátira”. Y me llega a la mente la idea “erótica del poder” y, armada con estos dos rótulos, ensamblo, a manera de hipótesis interpretativa, el siguiente párrafo:

La propuesta escénica denominada Orgy of Tolerance, de Jan Fabre, es sátira teatral que carga sus dardos contra las dinámicas político-económicas del Primer Mundo mediante la utilización simbólica de la práctica onanista. La masturbación es usada como símbolo del individualismo hedonista de una cultura en la que el dinero y el consumo son valores absolutos. Dicha práctica sexual aparece descargada de toda lúdica del erotismo y funciona, no como forma de comunicación o descubrimiento, sino como expresión de una erótica del poder, al subrayar ese placer/poder autogestionado que ignora/olvida las necesidades del otro (léase Tercer Mundo). Onanismo articulado en clave político-económica como síntesis de las dinámicas de auto-satisfacción y consumo compulsivos.

Después de encajar las piezas me quedo tranquila. La puesta en escena, como anticipé, adquiere nuevos sentidos que se ponen por encima del rechazo de mi primera impresión. Además, es cierto que el mecanismo teatral es impecable: los actores son buenos o muy buenos, con destreza gestual bien dispuesta a favor de una coreografía bien lograda. La música suena con mucho volumen para construir esa atmósfera sonora que, junto con los gritos y las voces en los micrófonos, envuelve los ánimos en un frenesí de potencia y velocidad. El trabajo está cuidado y dispuesto con minuciosidad, y es cierto que la acertada minuciosidad es, tal vez, el único valor objetivo de la obra creativa. De acuerdo. He cumplido con mi tarea de visualización racional del producto analizado y, ahora, me permito un espacio para la expresión de mi muy subjetivo y desgarrado “no-me-gus-tó”. Pero ¿por qué?

¿Por qué? Tal vez porque, a pesar de este intento de labor semiótica, me queda la sensación de que he sido burlada. ¿Por qué? Porque se me ha dado muy poco con demasiados gritos. Se me ha dado un producto envuelto llamativamente pero insustancial, como casi todo lo que necesita ser anunciado a bombo y platillo. Se me ha dado la oportunidad de vivir una curiosa experiencia sonoramente olvidable entre demasiado ruido y nueces tan pocas.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 5 de junio de 2009

martes, 2 de junio de 2009

X(ICS): Trozos de un mundo que se cae a pedazos



X(ICS) Racconti Crudeli della Giovinezza. Compañía Motus (Rimini, Italia). Dirección: Enrico Casagrande y Daniela Nicolò. Producción de vídeo: Motus & Francesco Borghuesi (p-bart.com). Edición de texto: Daniela Nicolò. Dirección técnica: Valeria Foti. Luces: Daniela Nicolò. Música en directo: Ines Quosdorf, Sergio Policicchio, Mario Ponce-Enrile.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Caja Duero, domingo 31 de mayo de 2009. 20:00 h. Duración aproximada: 1h 10’.

sms: ¿q stás haciendo?
sms: creo q stoy esperando.
Creo q no tngo nada mejor que hacer.

—Motus—

Una terapia de choque, una experiencia de impacto. Con X(ICS) Racconti Crudeli della giovinezza, esa pieza teatral estéticamente fluida y rítmicamente accidentada —con altibajos de lentitud—, la compañía Motus nos puso, anoche, un grito en la cara y mereció nutridos aplausos.

Cuatro adolescentes miran el mundo desde el tedio de una desesperanza que no quiere rendirse a la comodidad. Juegan a tirarse delante de los coches que gastan, a doscientos kilómetros por hora, el asfalto de las autopistas. Juegan a la muerte por accidente y se besan en los intermedios de la adrenalina, sólo para devorar la vida en el riesgo. Vidas recién empezadas y agotadas en la quietud del exceso en el que ya nada sorprende y en el que, por tanto, ya no hay nada contra qué luchar: «necesito encontrar algo que me sorprenda, si no lo encuentro me muero».

La adolescencia sin obstáculos pone su energía en la estridencia y, a veces también, en el suicidio. Ellos buscan la superación de un antipático confort en el que las personas ya no se mueren de hambre pero sí de aburrimiento. ¿Qué ha sucedido? Después de la caída del muro, ¿qué ha sucedido? Una mujer joven cuenta la historia de cuando ella era una niña y su madre, no creyente, la llevaba a la iglesia en donde se reunían otros no creyentes con el único fin de no sentirse tan solos. ¿Qué ha sucedido en un mundo de batallas individualizadas, de colectivos desmontados, de viejas verdades hechas pedazos? ¿Es posible encontrar otra verdad? ¿Es necesario?

X(ICS) es el conjunto de fragmentos teatro-audiovisuales que cuentan la historia de una búsqueda en patines:

La historia habla de dos mundos que contrastan y se superponen en el gris del hormigón, habla de contrastes que destacan sobre fondo urbano de homogeneidad aparente: en uno de esos mundos, una andrógina figura con patines y capa de superhéroe (última defensa contra el naufragio en las agendas de la cotidianidad) sale (SALE) de su casa-mundo-terminado con plantas burguesas y sofá. En el otro, los jóvenes de la renuncia —los «hiper vagabundos», los-otra-vez-siempre-románticos que habitan túneles y asfalto, los que ya han decidido abandonar para nacer de otra manera, los que se suicidan (con o sin éxito) constantemente— inventan una «partitura corporal de emergencia» para cantar la necesidad de volver a lo básico: a las caricias, a la vida que vuelve a ser vida cuando se desnuda de artefactos de consumo y mide su fuerza en la supervivencia de la piel.

Entre diálogos visuales que alternan el espacio escénico en 3D con la pantalla plana del vídeo, ese chic@ sobre ruedas nos cuenta su modo de estar en el mundo gastando la decepción de sueños cumplidos que tampoco ofrecieron la felicidad: «yo me muevo, en mis patines me muevo y veo trozos de mundo. De un mundo que se está cayendo a pedazos». La sociedad de consumo, en estado de sobresaturación, agota a sus beneficiarios en falacias de objetos inútiles y los encierra entre montañas de basura.

En un momento de intensa poesía, nuestra andrógina-en-patines-primer-mundo, la que habita el desengaño de las promesas cumplidas (¿era esto lo que estábamos buscando?: ¿dejar de morir de hambre para empezar a morir de aburrimiento?) se quita su capa de superhéroe y tira, en simbólico gesto de renuncia a lo superfluo, una caja por la ventana antes de iniciar, desnuda, un descenso hacia la sencillez de una vida a la intemperie. Tira una caja por la ventana antes de bajar, a gatas, las escaleras de su casa para salir (SALIR) y entrar, desnuda, en ese anhelado “no” que, negando las promesas de un paraíso vacío, es el único que cancela todas las prohibiciones. Un “no” que detiene el mecanismo del confort y libera de los grillos del marketing. El único “no” desde el que podría reinventarse una felicidad sin prisas y sin tarjetas de crédito. Es el descenso al vagabundo como una reivindicación del viejo cínico: desnudarse para permitir que cada latido sea lento y para observar, con ojos que naufragan de belleza, esas cosas sencillas que respiran en la oscuridad de los sumideros.

De los patines a la cueva de los vagabundos. Guitarras en vivo, música en vivo, luces y ventilador en vivo, pantallas con imágenes que se actúan en vivo. La compañía se llama “Motus”. Y, también para aplaudir, nos pone en movimiento.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 1 de junio de 2009

5º Festival Internacional de las Artes de Castilla y León


Salamanca, 29 de mayo - 13 de junio de 2009

http://www.festivalcyl.com/

domingo, 29 de marzo de 2009

SO HAPPY TOGETHER: monólogos de la comunicación imposible



So happy together. Apata teatro. Autores: Yolanda Pallín, Laila Ripoll, José Ramón Fernández, Jesús Laiz. Dirección: José Bornás. Intérpretes: Elena Octavia, Delia Vime, Eduardo Velasco, Alejandro Sigüenza. Escenografía: Alejandro Andújar. Asesora de movimiento: Paloma Sánchez de Andrés. Salamanca (Teatro Liceo), jueves 26 de marzo de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.

Difícil. Difícil poner en escena la imagen de una herida abierta sin caer en el sensacionalismo, en el maniqueísmo, en la pedantería. Más aún si esa herida abierta ha sangrado durante muchos años sin posibilidad de cura y sin dar señales de empezar a cerrarse. La herida abierta, anunciada hace siglos como una tierra prometida, se desangra en kilómetros de muros de hormigón armado. Cisjordania, Israel, Gaza: la amarga realidad de su conflicto hace que sea difícil intentar poner esas palabras en escena porque se bastan a sí mismas, como líneas en el mapa del mundo, para ser escenario suficiente de la más arrolladora imposibilidad. Difícil. Difícil poner sobre las tablas el horror de situaciones tan vigentes como los atentados suicidas o las garitas de los puestos de control en territorio ocupado. Difícil teatralizar, con mesura y sin aspavientos, actualidades tan inmediatas como severas porque, a fin de cuentas, ¿tiene algo que decir el teatro sobre realidades como esa? Difícil correr el riesgo de adoctrinar, de poner un dedo en tantas llagas, de jugar a ofrecer visiones simplificadoras o fórmulas simplistas de salvación. Difícil darle al conflicto su justa dimensión con equilibrada objetividad, sin sobreactuar un drama que de tragedia tiene, por sí solo, mucho más que suficiente. Difícil. No imposible. La compañía Apata teatro, con su puesta en escena de la obra So happy together, ha demostrado que es posible hacer frente y salir airoso de tamaña dificultad.

Con la selección de la forma expresiva empieza el acierto. Un monólogo teatral es una dura prueba para el pacto ficcional ya que, a poco que se piense sobre el asunto, es posible darse cuenta de lo insólito de la situación: una persona, situada en cualquier lugar y circunstancia, empieza a hablar con rara fluidez sobre su pasado, su presente, su futuro, sus ideas, sus reflexiones, sus conclusiones, su visión de mundo y así, como quien no quiere la cosa, lo dice todo en voz alta —¿a quién?— de una manera tan ordenada y con una coherencia tal que haría reír a los artesanos del stream of consciousness, sobradamente trabajado desde principios del siglo xx.

Creo que, a estas alturas de la historia, el espectador que no empiece por cuestionar activamente la necesidad de un monólogo dentro de una pieza dramática es un espectador que corre el riesgo de perderse la mitad de la información: toda esa información formal y extra-argumental que puede permitirse —que debe permitirse— el teatro. Hablo, claro está, de necesidad artística. ¿Cuál es, entonces, la función del monólogo encajado en una obra teatral? ¿Cuál es la función que, una vez ejecutada, satisface dicha necesidad artística, dicha exigencia de la obra? No es mi intención teorizar sobre las posibilidades del monólogo pero sí quiero destacar la manera en que el monólogo funciona, de manera impecablemente calculada, en la obra que nos concierne. Las diversas funciones del monólogo abarcan un espectro que va desde ofrecer una síntesis contextual de la pieza (los del tipo « ¿No es verdad, ángel de amor…») hasta el presentar una elaborada panorámica ontológica («…y los sueños, sueños son»). En So happy together, la forma expresiva escogida —calculada—, el monólogo, nos habla del mono-logos como opuesto al di-logos, es decir, nos habla de la imposibilidad del diálogo: tema central de la pieza teatral y, tal vez, causa esencial del conflicto que se intenta retratar.

Cuatro personajes comunes —en un día cualquiera de un lugar no cualquiera— encarnados por cuatro actores sólidos, nos llegan en el sonido de cuatro voces cultivadas y templadas a fuerza de entrenamiento. Cuatro voces exquisitas que atestiguan una innegable calidad actoral. Primero la escuchamos a ella, a Yazira («mira mi mano, ya no tiembla»), la joven enfermera palestina que decide inmolarse mediante atentado suicida en un centro comercial de territorio israelí. Después lo escuchamos a él, a Samuel, el tozudo militar encargado de un puesto de control en territorio ocupado. Acto seguido, escuchamos a esa madre palestina quien le habla al cadáver de su hijo de doce años, muerto por herida de bala en la cabeza. Y luego, lo escuchamos a él, al soldado joven, hermano de Samuel, quien sólo tiene preguntas que nadie sabe contestar. Dos hermanos judíos en Israel («la única tierra en la que un judío no puede dejar de tener miedo») y dos mujeres palestinas en territorio ocupado hablando, los cuatro, sin hablarse, hablándonos sin mirarse, cada uno en su momento, cada uno exponiendo su situación, sus razones, sus sentimientos, sus temores, sus motivos.

Mientras que los cuatro personajes nos cuentan, por separado, fragmentos de su vida y explican algunas de sus creencias, los monólogos se intercalan de manera que el espectador puede entretejer y construir un argumento concreto que da unidad a la pieza, esquivando así el riesgo de que pudiera convertirse en un mosaico de monólogos sueltos: a medida que avanza la obra nos vamos enterando de que un niño de doce años, hijo de mujer palestina, ha sido asesinado, en una emboscada, por el mismo militar joven cuya hija queda gravemente herida durante un atentado suicida. Nos enteramos de que la mujer que se ha inmolado había sido antes víctima de la cruel intransigencia del militar. Ellos hablan desde diferentes perspectivas sobre un momento único —el instante en el cual una mujer explota en medio de un centro comercial— y, al hablar, nos informan sobre muchas de las etapas que han conducido hacia dicha coyuntura, nos instruyen sobre el pasado lejano y reciente, sobre las capas de odio acumulado, sobre la falta de perdón. Los monólogos, al intercalarse, dotan a la obra de una deleitosa polifonía que garantiza cierta objetividad. Y la objetividad es elegante.

Como elegante es la limpieza minimalista de un escenario casi desnudo: lienzos blanquinegros que representan, de manera muy abstracta, la idea de un edificio en escombros; dos sillas blancas, dos palabras —«love» a la izquierda del espectador, «hate» a la derecha del espectador—, colores neutros; recortes de luz para delimitar espacios escenográficos definidos; proyección, en el lienzo posterior, de imágenes del conflicto real que subrayan la actualidad del problema tratado. Esta esquematización de un ambiente de guerra soslaya, de manera efectiva, cualquier riesgo de sensacionalismo.

Como elegante es la presentación del atentado que apenas se sugiere mediante la explosión de globos de color rojo y las contorsiones gestuales de la mujer bomba.

Como elegante y significativo es el ambiente sonoro: el sonido de un respirador, el goteo de un corazón que ralentiza, escuchado en un electrocardiógrafo, y dos canciones convenientemente situadas. Lo demás es voz. Voz humana que brilla como una escultura sonora en una pieza teatral sobre las consecuencias de no escuchar, de no comprender, de no intentar discernir esa voz.

Los cuatro personajes se explican ante nosotros ofreciéndonos un enfoque personal de sus circunstancias particulares, perspectiva que nos permite ponernos en su lugar y nos hace, aunque sea fugazmente, comprender sus actos. Nosotros podemos alcanzarlos porque los escuchamos, pero ellos no pueden hablar entre sí, y si lo hacen —es el caso de los dos hermanos judíos— lo hacen desde visiones de mundo tan distintas que es como si hablaran idiomas diferentes. El tema del diálogo imposible queda subrayado por dos de los momentos en los que la escena es ocupada por más de un personaje: el primero, la súplica de la enfermera palestina ante el militar israelí, pidiendo que deje pasar la ambulancia. Ella dice «señor, hablo en inglés, para que usted me entienda». El militar es sordo a este pedido, sin embargo, porque está lleno de un miedo de lustros que lo incapacita para la tolerancia y las concesiones. El segundo, cuando la madre palestina del niño muerto se cruza con el padre de la niña israelí herida y, queriendo comunicarse —los dos sufren el mismo dolor ante las heridas de un hijo— ella dice «no hablo su lengua, señor».

Desde mi punto de vista, esa es la clave sobre la que se articula toda la puesta en escena. Todo converge hacia ese centro, todos los elementos enfocan el problema nuclear de las situaciones de guerra permanente: la incapacidad de diálogo. Los cuatro protagonistas de So happy together son víctimas. Tres de ellos son verdugos. La pieza teatral evita el adoctrinamiento y el maniqueísmo, desplegando voces. Los cuatro personajes tienen, en el espacio utópico del teatro, el tiempo suficiente para hablar, para exponer sus motivos —el miedo, la desesperación, la intolerancia, la sed, el hambre: «trátame como a un ser humano y podré comportarme como un ser humano»— y, sobre todo, tienen el tiempo suficiente para ser escuchados.

No hay forma de arte sin esperanza. Porque la intención de expresar es, ante todo, una intención constructiva. Toda forma de arte, de creación, obedece a un impulso positivo —ya sea el de la crítica, el de la comprensión, el del desahogo—, que, en última instancia, aspira a la superación de la circunstancia indeseada. En las más crudas tragedias late la vital necesidad de la supervivencia. So happy together, a pesar de su temática y de la áspera ironía del título, es una obra esperanzada y esto, desde mi punto de vista, es lo que eleva un montaje certero a la categoría de arte. La esperanza que se despeja al final de la obra da nuevo sentido —esta vez no irónico— a las voces «happy» y «together» porque encuentra un territorio que nos iguala, como especie, más allá de la incomunicación de las palabras: el territorio del cuerpo. Es en ese nivel en el que las diferencias se acaban: los padres del niño palestino muerto autorizan la donación de sus órganos vitales. Así, el pulmón de un niño palestino de doce años llena de oxígeno el cuerpo restaurado de una niña israelí de cinco años, víctimas los dos de un conflicto en el que todavía no han tenido tiempo de participar. Ese pulmón simboliza la esperanza de una comprensión que, a pesar de todo, debería llegar. Un pulmón que, sin distingos de nación, raza o religión, funciona dando vida en un cuerpo humano y, trasplantado, ofrece lo único que nadie puede devolver cuando se arranca: el impulso acompasado —el latido— de la sangre que nos iguala como especie. La puerta queda, así, abierta para el encuentro posible de nuevas generaciones que, abandonando por fin siglos de desencuentros comunicativos, puedan reconocerse en algo tan sencillo como el lenguaje de la respiración. El padre de la niña israelí nos cuenta, al final, cómo ella habla con naturalidad de su vida salvada gracias al pulmón de un niño palestino. El cuerpo humano como territorio de generosidad total: la entrega de lo más propiamente propio en beneficio de otra vida como la más sincera y tangible de las esperanzas.

En So happy together apreciamos ecuanimidad y mesura en el tratamiento de un tema desmesurado. La dosis justa de contención, la dosis justa de palabras, la dosis justa de movimientos y de silencios. Belleza en altas dosis de empatía. Empatía en cucharadas de respeto. Respeto humano por lo humano en gestos de la más delicada elegancia. Actores a la altura. «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». Por eso conmueve. Por eso se aplaude con admiración —casi con reverencia— porque ha sido capaz de hacernos entender, y de llenarnos los ojos y los oídos de belleza en el intento.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de marzo de 2009

martes, 24 de marzo de 2009

Segismundo en vaqueros



La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Compañía Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Versión: Pedro Manuel Víllora. Intérpretes: Fernando Cayo, Ana Caleya, Jesús Ruymán, Daniel Huarte, Josep Albert, Victoria Dal Vera, Paco Blázquez, Pedro Cuadrado, Joseba Gómez, Samuel Señas y Chete Lera. Escenografía: Rafael Garrigós. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: José Manuel Guerra. Música: José de Eusebio. Espacio sonoro: Mariano García. Asesores de verso: Vicente Fuentes y Francisco Rojas. Salamanca (Teatro Liceo), sábado 21 de marzo de 2009.

Pocas veces me ha sucedido lo que hoy en una butaca del segundo anfiteatro. La puesta en escena de un clásico alcanzó la fuerza comunicativa del texto representado.

Asumir el riesgo de llevar un clásico a escena supone la aceptación previa de estar compitiendo con todas las expectativas visuales y auditivas que el texto ha suscitado en generaciones de lectores. Supone, también, afrontar con valentía la posibilidad de que la versión teatral, esto es, el texto hecho carne en escena, transmita mucho menos que lo que su lectura. Tantos escollos, sumados a los que ya tiene el hecho teatral en sí, hacen que un director se lo piense, no dos sino muchas veces, antes de enfrentarse a uno de los olímpicos (pienso en Tirso, en Calderón, en Lope, en Shakespeare, en Racine; pienso en Edipo, Sófocles y Eurípides; pienso en todos los que han superado con creces el filtro de siglos de lectores avezados o aviesos). ¿Por qué correr el riesgo, entonces? ¿Por qué no dejar que las palabras de tales dramas sigan dormidas bajo la noche de sus libros? A esta pregunta podría contestarse de varias maneras. Podría responderse, antes que nada, que el teatro reclama su tridimensionalidad y su eficacia instantánea. El teatro, escrito para ser puesto en escena, exige su representación y la experiencia única —única cada vez— de su muerte constante: la del instante que vibra y se acaba, la experiencia del tiempo. También podría contestarse que la dificultad impulsa a la acción. O podría simplemente no contestarse y pasar a otra cosa, dejando que los valientes que se lanzan, locos ellos, a dar nuevo cuerpo y nueva vida a textos que han vivido tantas veces y tenido tantos cuerpos nos deleiten o nos frustren con sus logradas o fallidas lecturas del mismo. Todo es intentar y no quedarse con las ganas, en todo caso.

Esta noche, la valiente intención de poner en pie a ese «compuesto de hombre y fiera» Segismundo, en pantalón vaquero y torso desnudo, ha merecido un entusiasta aplauso. La versión de La vida es sueño de Calderón de la Barca, realizada con acierto de cirujano —con ese tipo de aciertos que hacen que las podas textuales no hagan perder al texto nada de lo que todavía tiene que decir— por Pedro Manuel Víllora y llevada a la escena por el director Juan Carlos Pérez de la Fuente, logra hacer que uno de nuestros olímpicos, tal vez el más oscuro de todos, emerja de sus catacumbas convertido en un enérgico contemporáneo.

Es difícil hablar de obras de teatro que roban el aliento, que aceleran el pulso con un ritmo trepidante y en aumento, que arrastran, muy a pesar de la voluntad de públicos adultos y serios, a la empatía. Es difícil porque montajes así son más para vistos que para comentados. Pero si de comentar se trata, advirtiendo, antes de empezar a comentar, que la puesta en escena me gustó, que la disfruté y que me emocionó, vamos a ello. ¿Por qué me gustó tanto este montaje? Intentaré enumerar los que, a mi parecer, son logros y virtudes suficientes para convencer a quien no haya visto la pieza de que corra cuanto antes a conseguir entrada en la próxima representación.

1) Sencillez y versatilidad escenográfica. En un escenario desnudo —también desnudo de color— se disponen, en filas, un conjunto de columnas giratorias que, funcionando como rompimientos escénicos, limitan laberínticamente el espacio e imitan, al mismo tiempo, las posibles estalactitas de una cueva (la prisión de Segismundo) y las columnas palaciegas entre las que habitan el rey Basilio y los suyos. Este juego de columnas giratorias y pintadas en tonos distintos por un lado y por el otro permite la superposición de dos espacios nada cotidianos (gruta y palacio) que, alternando, se distinguirán entre sí por el solo cambio de colores.

2) Ambientación sonora constante que funciona, a la manera de las bandas sonoras cinematográficas, de modo significante, ayudando a construir una atmósfera de inmersión de la que es difícil escapar. Un ejemplo de este recurso efectista es el goteo cavernoso y disimulado —el volumen controlado hace que se oiga “lejos”— que acompaña todas los momentos de esa gruta, prisión de Segismundo, en cuyo centro «nace la noche, pues la engendra dentro».

3) El diseño de luces que resuelve el asunto de «la puerta / —mejor diré boca funesta— abierta» de la gruta con un sencillo foco central que ilumina desde el foso y al que se acercan los personajes teniendo que mirar hacia abajo, desde el borde del escenario, también funciona logradamente. En general, el trabajo de luces es minucioso y contribuye con acierto a que el público quede inmerso sin salida en esa atmósfera de claroscuro sonoro con el que algunos (¿o soy sólo yo?) tendemos a identificar el barroco de Contrarreforma. Es significativo ese momento en el que el sueño del teatro nos incluye —incluye nuestra “vida real”—, como espectadores, y nos hace vasallos del rey Basilio: las luces del patio de butacas se encienden y el rey se dirige a nosotros como quien se dirige a su pueblo.

4) El montaje tiene fuerza, potencia, oscuridad, violencia. La vida es sueño, de Calderón, es un texto que nos alcanza sin dificultad a nosotros, los hijos de un tiempo de realidades virtuales y verdades desmentidas: «tan semejante es la copia / al original, que hay duda / en saber si es ella propia». El texto de Calderón es también una atmósfera. Una atmósfera de Contrarreforma en la que el hombre ¿empezó? a darse cuenta de la sabiduría que se adquiere con el desengaño. Todo es mentira, todo es teatro, todo es vanidad «y el mayor bien es pequeño». En el montaje de Pérez de la Fuente, la atmósfera calderoniana está servida ante nuestros ojos en claroscuros de bestialidad y civilización (señalando lo que hay de bestial en la civilización) y en contrastes de vitalismo y de violencia que, a mi entender, han sacado de la ecuación un elemento importante del carácter segismundeano y que se echa en falta: la ternura. En cualquier caso, se nos brinda una entusiasta dosis de dinamismo, un raro ejemplo de ritmo que sostiene su crescendo hasta el final. Algunas coreografías que acompañan los monólogos más largos, tal vez con el secreto fin de no dar respiro al espectador, de llenar el espacio, de no permitir que el ritmo decaiga, están dispuestas pensando en espectadores acostumbrados a la velocidad. Las actuaciones de Segismundo, Aurora y Clarín son destacables. Los actores Fernando Cayo, Ana Caleya y Daniel Huarte se muestran generosos en escena —se dan— y, con voces cultivadas, avanzan por un verso tan bien enunciado que se nos olvida que están hablando en verso. Sin embargo, me gustó menos ese exagerado movimiento de contorsión que realiza el Segismundo de la primera jornada, al tiempo que dice su monólogo sobre la libertad, tratando de librarse de una cadena invisible. Con el transcurrir de la obra las contorsiones se atenúan y la actuación, en progresiva mejora, hace olvidar ese primer accidente, esa primera colisión entre una propuesta atrevida y las expectativas de escuchar estas palabras « ¿y teniendo yo más vida, / tengo menos libertad?», con cierta etiqueta.

5) Y para aquellos que desconfían del pasado y sólo leen el mundo desde una inacabable actualidad, Pérez de la Fuente ha anticipado un buen golpe en la elección de los atuendos, haciendo no sólo que Segismundo vista ya vaqueros, ya ropa interior muy ajustada (los pies y el torso desnudos en la primera y la segunda jornada) sino aderezando a Rosaura, vestida de hombre, con chaquetas de cuero que ya quisiéramos todas las damas. El efectismo da su mejor sorpresa cuando hace que los guardias entren a la gruta con cascos de motociclista y armados con armas de fuego (de juguete) al mejor estilo Darth Vader de La guerra de las galaxias. Los contrastes se hacen extremados cuando estos guardias están cerca de los primos hermanos Estrella y Clotaldo, sobrinos del rey Basilio y aspirantes al trono de Polonia. Clotaldo viste de Drácula, Estrella viste de Cenicienta (la que va a la fiesta, antes de las doce de la noche), y los bailarines guardias y criados intercalan sus tirantes con elegantes sobretodos de corte futurista. Por supuesto habrá quien se sienta ultrajado por ese cóctel de atuendos que marginan obra y personajes de cualquier contexto histórico reconocible. Pero yo siempre estaré a favor de cambiar las envolturas a los contenidos valiosos, sólo para hacerlos más digeribles o más entretenidos. Es valioso el intento de ofrecer contenidos intemporales en atuendos completamente actuales e identificables con referentes de nuestro entorno cultural inmediato. Si, como he dicho más arriba, Calderón nos resulta tan esencialmente actual, ¿qué daño puede haber en vestir a sus personajes a la moda? Además, hay algo interesante en el hecho de que el barroco, época de contrastes, sea, en alguna medida, representado mediante contrastes. En síntesis, yo creo que ese entrañable Segismundo calderoniano que, contundente, sintetiza en tres jornadas un largo proceso de transformación ideológica —el camino que va de la confianza ciega en el destino a la exigencia de la responsabilidad por los propios actos y al ejercicio voluntario de la individualidad— viste con vaqueros porque puede ser cualquiera de nosotros.

6) Dos momentos que señalaré con rotulador en mi memoria: i) el monólogo central de la obra —por supuesto, el que termina con los dos versos siguientes: «que toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son»— enunciado con una intensidad conmovedora por un Fernando Cayo tendido sobre el suelo, su rostro saliendo por el borde del escenario rompiendo la cuarta pared y firmemente iluminado desde abajo. ii) El momento en el que Segismundo está siendo empujado por los rebeldes a que reclame su derecho de príncipe y Fernando Cayo salta al patio de butacas —el teatro se ilumina entero— para tocar, con lentísima delicadeza, el rostro de uno de los espectadores, metiéndonos a todos en la realidad de su sueño, haciéndonos conscientes del sueño que nuestra propia vida está bebiendo con tanta sed en ese momento.

Un calderón trepidante e intemporal. Desnudez, erotismo, desengaño y verdad. Un Calderón en estado de gracia. ¿Los he convencido?

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 21 de marzo de 2009