domingo, 29 de marzo de 2009

SO HAPPY TOGETHER: monólogos de la comunicación imposible



So happy together. Apata teatro. Autores: Yolanda Pallín, Laila Ripoll, José Ramón Fernández, Jesús Laiz. Dirección: José Bornás. Intérpretes: Elena Octavia, Delia Vime, Eduardo Velasco, Alejandro Sigüenza. Escenografía: Alejandro Andújar. Asesora de movimiento: Paloma Sánchez de Andrés. Salamanca (Teatro Liceo), jueves 26 de marzo de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.

Difícil. Difícil poner en escena la imagen de una herida abierta sin caer en el sensacionalismo, en el maniqueísmo, en la pedantería. Más aún si esa herida abierta ha sangrado durante muchos años sin posibilidad de cura y sin dar señales de empezar a cerrarse. La herida abierta, anunciada hace siglos como una tierra prometida, se desangra en kilómetros de muros de hormigón armado. Cisjordania, Israel, Gaza: la amarga realidad de su conflicto hace que sea difícil intentar poner esas palabras en escena porque se bastan a sí mismas, como líneas en el mapa del mundo, para ser escenario suficiente de la más arrolladora imposibilidad. Difícil. Difícil poner sobre las tablas el horror de situaciones tan vigentes como los atentados suicidas o las garitas de los puestos de control en territorio ocupado. Difícil teatralizar, con mesura y sin aspavientos, actualidades tan inmediatas como severas porque, a fin de cuentas, ¿tiene algo que decir el teatro sobre realidades como esa? Difícil correr el riesgo de adoctrinar, de poner un dedo en tantas llagas, de jugar a ofrecer visiones simplificadoras o fórmulas simplistas de salvación. Difícil darle al conflicto su justa dimensión con equilibrada objetividad, sin sobreactuar un drama que de tragedia tiene, por sí solo, mucho más que suficiente. Difícil. No imposible. La compañía Apata teatro, con su puesta en escena de la obra So happy together, ha demostrado que es posible hacer frente y salir airoso de tamaña dificultad.

Con la selección de la forma expresiva empieza el acierto. Un monólogo teatral es una dura prueba para el pacto ficcional ya que, a poco que se piense sobre el asunto, es posible darse cuenta de lo insólito de la situación: una persona, situada en cualquier lugar y circunstancia, empieza a hablar con rara fluidez sobre su pasado, su presente, su futuro, sus ideas, sus reflexiones, sus conclusiones, su visión de mundo y así, como quien no quiere la cosa, lo dice todo en voz alta —¿a quién?— de una manera tan ordenada y con una coherencia tal que haría reír a los artesanos del stream of consciousness, sobradamente trabajado desde principios del siglo xx.

Creo que, a estas alturas de la historia, el espectador que no empiece por cuestionar activamente la necesidad de un monólogo dentro de una pieza dramática es un espectador que corre el riesgo de perderse la mitad de la información: toda esa información formal y extra-argumental que puede permitirse —que debe permitirse— el teatro. Hablo, claro está, de necesidad artística. ¿Cuál es, entonces, la función del monólogo encajado en una obra teatral? ¿Cuál es la función que, una vez ejecutada, satisface dicha necesidad artística, dicha exigencia de la obra? No es mi intención teorizar sobre las posibilidades del monólogo pero sí quiero destacar la manera en que el monólogo funciona, de manera impecablemente calculada, en la obra que nos concierne. Las diversas funciones del monólogo abarcan un espectro que va desde ofrecer una síntesis contextual de la pieza (los del tipo « ¿No es verdad, ángel de amor…») hasta el presentar una elaborada panorámica ontológica («…y los sueños, sueños son»). En So happy together, la forma expresiva escogida —calculada—, el monólogo, nos habla del mono-logos como opuesto al di-logos, es decir, nos habla de la imposibilidad del diálogo: tema central de la pieza teatral y, tal vez, causa esencial del conflicto que se intenta retratar.

Cuatro personajes comunes —en un día cualquiera de un lugar no cualquiera— encarnados por cuatro actores sólidos, nos llegan en el sonido de cuatro voces cultivadas y templadas a fuerza de entrenamiento. Cuatro voces exquisitas que atestiguan una innegable calidad actoral. Primero la escuchamos a ella, a Yazira («mira mi mano, ya no tiembla»), la joven enfermera palestina que decide inmolarse mediante atentado suicida en un centro comercial de territorio israelí. Después lo escuchamos a él, a Samuel, el tozudo militar encargado de un puesto de control en territorio ocupado. Acto seguido, escuchamos a esa madre palestina quien le habla al cadáver de su hijo de doce años, muerto por herida de bala en la cabeza. Y luego, lo escuchamos a él, al soldado joven, hermano de Samuel, quien sólo tiene preguntas que nadie sabe contestar. Dos hermanos judíos en Israel («la única tierra en la que un judío no puede dejar de tener miedo») y dos mujeres palestinas en territorio ocupado hablando, los cuatro, sin hablarse, hablándonos sin mirarse, cada uno en su momento, cada uno exponiendo su situación, sus razones, sus sentimientos, sus temores, sus motivos.

Mientras que los cuatro personajes nos cuentan, por separado, fragmentos de su vida y explican algunas de sus creencias, los monólogos se intercalan de manera que el espectador puede entretejer y construir un argumento concreto que da unidad a la pieza, esquivando así el riesgo de que pudiera convertirse en un mosaico de monólogos sueltos: a medida que avanza la obra nos vamos enterando de que un niño de doce años, hijo de mujer palestina, ha sido asesinado, en una emboscada, por el mismo militar joven cuya hija queda gravemente herida durante un atentado suicida. Nos enteramos de que la mujer que se ha inmolado había sido antes víctima de la cruel intransigencia del militar. Ellos hablan desde diferentes perspectivas sobre un momento único —el instante en el cual una mujer explota en medio de un centro comercial— y, al hablar, nos informan sobre muchas de las etapas que han conducido hacia dicha coyuntura, nos instruyen sobre el pasado lejano y reciente, sobre las capas de odio acumulado, sobre la falta de perdón. Los monólogos, al intercalarse, dotan a la obra de una deleitosa polifonía que garantiza cierta objetividad. Y la objetividad es elegante.

Como elegante es la limpieza minimalista de un escenario casi desnudo: lienzos blanquinegros que representan, de manera muy abstracta, la idea de un edificio en escombros; dos sillas blancas, dos palabras —«love» a la izquierda del espectador, «hate» a la derecha del espectador—, colores neutros; recortes de luz para delimitar espacios escenográficos definidos; proyección, en el lienzo posterior, de imágenes del conflicto real que subrayan la actualidad del problema tratado. Esta esquematización de un ambiente de guerra soslaya, de manera efectiva, cualquier riesgo de sensacionalismo.

Como elegante es la presentación del atentado que apenas se sugiere mediante la explosión de globos de color rojo y las contorsiones gestuales de la mujer bomba.

Como elegante y significativo es el ambiente sonoro: el sonido de un respirador, el goteo de un corazón que ralentiza, escuchado en un electrocardiógrafo, y dos canciones convenientemente situadas. Lo demás es voz. Voz humana que brilla como una escultura sonora en una pieza teatral sobre las consecuencias de no escuchar, de no comprender, de no intentar discernir esa voz.

Los cuatro personajes se explican ante nosotros ofreciéndonos un enfoque personal de sus circunstancias particulares, perspectiva que nos permite ponernos en su lugar y nos hace, aunque sea fugazmente, comprender sus actos. Nosotros podemos alcanzarlos porque los escuchamos, pero ellos no pueden hablar entre sí, y si lo hacen —es el caso de los dos hermanos judíos— lo hacen desde visiones de mundo tan distintas que es como si hablaran idiomas diferentes. El tema del diálogo imposible queda subrayado por dos de los momentos en los que la escena es ocupada por más de un personaje: el primero, la súplica de la enfermera palestina ante el militar israelí, pidiendo que deje pasar la ambulancia. Ella dice «señor, hablo en inglés, para que usted me entienda». El militar es sordo a este pedido, sin embargo, porque está lleno de un miedo de lustros que lo incapacita para la tolerancia y las concesiones. El segundo, cuando la madre palestina del niño muerto se cruza con el padre de la niña israelí herida y, queriendo comunicarse —los dos sufren el mismo dolor ante las heridas de un hijo— ella dice «no hablo su lengua, señor».

Desde mi punto de vista, esa es la clave sobre la que se articula toda la puesta en escena. Todo converge hacia ese centro, todos los elementos enfocan el problema nuclear de las situaciones de guerra permanente: la incapacidad de diálogo. Los cuatro protagonistas de So happy together son víctimas. Tres de ellos son verdugos. La pieza teatral evita el adoctrinamiento y el maniqueísmo, desplegando voces. Los cuatro personajes tienen, en el espacio utópico del teatro, el tiempo suficiente para hablar, para exponer sus motivos —el miedo, la desesperación, la intolerancia, la sed, el hambre: «trátame como a un ser humano y podré comportarme como un ser humano»— y, sobre todo, tienen el tiempo suficiente para ser escuchados.

No hay forma de arte sin esperanza. Porque la intención de expresar es, ante todo, una intención constructiva. Toda forma de arte, de creación, obedece a un impulso positivo —ya sea el de la crítica, el de la comprensión, el del desahogo—, que, en última instancia, aspira a la superación de la circunstancia indeseada. En las más crudas tragedias late la vital necesidad de la supervivencia. So happy together, a pesar de su temática y de la áspera ironía del título, es una obra esperanzada y esto, desde mi punto de vista, es lo que eleva un montaje certero a la categoría de arte. La esperanza que se despeja al final de la obra da nuevo sentido —esta vez no irónico— a las voces «happy» y «together» porque encuentra un territorio que nos iguala, como especie, más allá de la incomunicación de las palabras: el territorio del cuerpo. Es en ese nivel en el que las diferencias se acaban: los padres del niño palestino muerto autorizan la donación de sus órganos vitales. Así, el pulmón de un niño palestino de doce años llena de oxígeno el cuerpo restaurado de una niña israelí de cinco años, víctimas los dos de un conflicto en el que todavía no han tenido tiempo de participar. Ese pulmón simboliza la esperanza de una comprensión que, a pesar de todo, debería llegar. Un pulmón que, sin distingos de nación, raza o religión, funciona dando vida en un cuerpo humano y, trasplantado, ofrece lo único que nadie puede devolver cuando se arranca: el impulso acompasado —el latido— de la sangre que nos iguala como especie. La puerta queda, así, abierta para el encuentro posible de nuevas generaciones que, abandonando por fin siglos de desencuentros comunicativos, puedan reconocerse en algo tan sencillo como el lenguaje de la respiración. El padre de la niña israelí nos cuenta, al final, cómo ella habla con naturalidad de su vida salvada gracias al pulmón de un niño palestino. El cuerpo humano como territorio de generosidad total: la entrega de lo más propiamente propio en beneficio de otra vida como la más sincera y tangible de las esperanzas.

En So happy together apreciamos ecuanimidad y mesura en el tratamiento de un tema desmesurado. La dosis justa de contención, la dosis justa de palabras, la dosis justa de movimientos y de silencios. Belleza en altas dosis de empatía. Empatía en cucharadas de respeto. Respeto humano por lo humano en gestos de la más delicada elegancia. Actores a la altura. «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». Por eso conmueve. Por eso se aplaude con admiración —casi con reverencia— porque ha sido capaz de hacernos entender, y de llenarnos los ojos y los oídos de belleza en el intento.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de marzo de 2009

martes, 24 de marzo de 2009

Segismundo en vaqueros



La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Compañía Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Versión: Pedro Manuel Víllora. Intérpretes: Fernando Cayo, Ana Caleya, Jesús Ruymán, Daniel Huarte, Josep Albert, Victoria Dal Vera, Paco Blázquez, Pedro Cuadrado, Joseba Gómez, Samuel Señas y Chete Lera. Escenografía: Rafael Garrigós. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: José Manuel Guerra. Música: José de Eusebio. Espacio sonoro: Mariano García. Asesores de verso: Vicente Fuentes y Francisco Rojas. Salamanca (Teatro Liceo), sábado 21 de marzo de 2009.

Pocas veces me ha sucedido lo que hoy en una butaca del segundo anfiteatro. La puesta en escena de un clásico alcanzó la fuerza comunicativa del texto representado.

Asumir el riesgo de llevar un clásico a escena supone la aceptación previa de estar compitiendo con todas las expectativas visuales y auditivas que el texto ha suscitado en generaciones de lectores. Supone, también, afrontar con valentía la posibilidad de que la versión teatral, esto es, el texto hecho carne en escena, transmita mucho menos que lo que su lectura. Tantos escollos, sumados a los que ya tiene el hecho teatral en sí, hacen que un director se lo piense, no dos sino muchas veces, antes de enfrentarse a uno de los olímpicos (pienso en Tirso, en Calderón, en Lope, en Shakespeare, en Racine; pienso en Edipo, Sófocles y Eurípides; pienso en todos los que han superado con creces el filtro de siglos de lectores avezados o aviesos). ¿Por qué correr el riesgo, entonces? ¿Por qué no dejar que las palabras de tales dramas sigan dormidas bajo la noche de sus libros? A esta pregunta podría contestarse de varias maneras. Podría responderse, antes que nada, que el teatro reclama su tridimensionalidad y su eficacia instantánea. El teatro, escrito para ser puesto en escena, exige su representación y la experiencia única —única cada vez— de su muerte constante: la del instante que vibra y se acaba, la experiencia del tiempo. También podría contestarse que la dificultad impulsa a la acción. O podría simplemente no contestarse y pasar a otra cosa, dejando que los valientes que se lanzan, locos ellos, a dar nuevo cuerpo y nueva vida a textos que han vivido tantas veces y tenido tantos cuerpos nos deleiten o nos frustren con sus logradas o fallidas lecturas del mismo. Todo es intentar y no quedarse con las ganas, en todo caso.

Esta noche, la valiente intención de poner en pie a ese «compuesto de hombre y fiera» Segismundo, en pantalón vaquero y torso desnudo, ha merecido un entusiasta aplauso. La versión de La vida es sueño de Calderón de la Barca, realizada con acierto de cirujano —con ese tipo de aciertos que hacen que las podas textuales no hagan perder al texto nada de lo que todavía tiene que decir— por Pedro Manuel Víllora y llevada a la escena por el director Juan Carlos Pérez de la Fuente, logra hacer que uno de nuestros olímpicos, tal vez el más oscuro de todos, emerja de sus catacumbas convertido en un enérgico contemporáneo.

Es difícil hablar de obras de teatro que roban el aliento, que aceleran el pulso con un ritmo trepidante y en aumento, que arrastran, muy a pesar de la voluntad de públicos adultos y serios, a la empatía. Es difícil porque montajes así son más para vistos que para comentados. Pero si de comentar se trata, advirtiendo, antes de empezar a comentar, que la puesta en escena me gustó, que la disfruté y que me emocionó, vamos a ello. ¿Por qué me gustó tanto este montaje? Intentaré enumerar los que, a mi parecer, son logros y virtudes suficientes para convencer a quien no haya visto la pieza de que corra cuanto antes a conseguir entrada en la próxima representación.

1) Sencillez y versatilidad escenográfica. En un escenario desnudo —también desnudo de color— se disponen, en filas, un conjunto de columnas giratorias que, funcionando como rompimientos escénicos, limitan laberínticamente el espacio e imitan, al mismo tiempo, las posibles estalactitas de una cueva (la prisión de Segismundo) y las columnas palaciegas entre las que habitan el rey Basilio y los suyos. Este juego de columnas giratorias y pintadas en tonos distintos por un lado y por el otro permite la superposición de dos espacios nada cotidianos (gruta y palacio) que, alternando, se distinguirán entre sí por el solo cambio de colores.

2) Ambientación sonora constante que funciona, a la manera de las bandas sonoras cinematográficas, de modo significante, ayudando a construir una atmósfera de inmersión de la que es difícil escapar. Un ejemplo de este recurso efectista es el goteo cavernoso y disimulado —el volumen controlado hace que se oiga “lejos”— que acompaña todas los momentos de esa gruta, prisión de Segismundo, en cuyo centro «nace la noche, pues la engendra dentro».

3) El diseño de luces que resuelve el asunto de «la puerta / —mejor diré boca funesta— abierta» de la gruta con un sencillo foco central que ilumina desde el foso y al que se acercan los personajes teniendo que mirar hacia abajo, desde el borde del escenario, también funciona logradamente. En general, el trabajo de luces es minucioso y contribuye con acierto a que el público quede inmerso sin salida en esa atmósfera de claroscuro sonoro con el que algunos (¿o soy sólo yo?) tendemos a identificar el barroco de Contrarreforma. Es significativo ese momento en el que el sueño del teatro nos incluye —incluye nuestra “vida real”—, como espectadores, y nos hace vasallos del rey Basilio: las luces del patio de butacas se encienden y el rey se dirige a nosotros como quien se dirige a su pueblo.

4) El montaje tiene fuerza, potencia, oscuridad, violencia. La vida es sueño, de Calderón, es un texto que nos alcanza sin dificultad a nosotros, los hijos de un tiempo de realidades virtuales y verdades desmentidas: «tan semejante es la copia / al original, que hay duda / en saber si es ella propia». El texto de Calderón es también una atmósfera. Una atmósfera de Contrarreforma en la que el hombre ¿empezó? a darse cuenta de la sabiduría que se adquiere con el desengaño. Todo es mentira, todo es teatro, todo es vanidad «y el mayor bien es pequeño». En el montaje de Pérez de la Fuente, la atmósfera calderoniana está servida ante nuestros ojos en claroscuros de bestialidad y civilización (señalando lo que hay de bestial en la civilización) y en contrastes de vitalismo y de violencia que, a mi entender, han sacado de la ecuación un elemento importante del carácter segismundeano y que se echa en falta: la ternura. En cualquier caso, se nos brinda una entusiasta dosis de dinamismo, un raro ejemplo de ritmo que sostiene su crescendo hasta el final. Algunas coreografías que acompañan los monólogos más largos, tal vez con el secreto fin de no dar respiro al espectador, de llenar el espacio, de no permitir que el ritmo decaiga, están dispuestas pensando en espectadores acostumbrados a la velocidad. Las actuaciones de Segismundo, Aurora y Clarín son destacables. Los actores Fernando Cayo, Ana Caleya y Daniel Huarte se muestran generosos en escena —se dan— y, con voces cultivadas, avanzan por un verso tan bien enunciado que se nos olvida que están hablando en verso. Sin embargo, me gustó menos ese exagerado movimiento de contorsión que realiza el Segismundo de la primera jornada, al tiempo que dice su monólogo sobre la libertad, tratando de librarse de una cadena invisible. Con el transcurrir de la obra las contorsiones se atenúan y la actuación, en progresiva mejora, hace olvidar ese primer accidente, esa primera colisión entre una propuesta atrevida y las expectativas de escuchar estas palabras « ¿y teniendo yo más vida, / tengo menos libertad?», con cierta etiqueta.

5) Y para aquellos que desconfían del pasado y sólo leen el mundo desde una inacabable actualidad, Pérez de la Fuente ha anticipado un buen golpe en la elección de los atuendos, haciendo no sólo que Segismundo vista ya vaqueros, ya ropa interior muy ajustada (los pies y el torso desnudos en la primera y la segunda jornada) sino aderezando a Rosaura, vestida de hombre, con chaquetas de cuero que ya quisiéramos todas las damas. El efectismo da su mejor sorpresa cuando hace que los guardias entren a la gruta con cascos de motociclista y armados con armas de fuego (de juguete) al mejor estilo Darth Vader de La guerra de las galaxias. Los contrastes se hacen extremados cuando estos guardias están cerca de los primos hermanos Estrella y Clotaldo, sobrinos del rey Basilio y aspirantes al trono de Polonia. Clotaldo viste de Drácula, Estrella viste de Cenicienta (la que va a la fiesta, antes de las doce de la noche), y los bailarines guardias y criados intercalan sus tirantes con elegantes sobretodos de corte futurista. Por supuesto habrá quien se sienta ultrajado por ese cóctel de atuendos que marginan obra y personajes de cualquier contexto histórico reconocible. Pero yo siempre estaré a favor de cambiar las envolturas a los contenidos valiosos, sólo para hacerlos más digeribles o más entretenidos. Es valioso el intento de ofrecer contenidos intemporales en atuendos completamente actuales e identificables con referentes de nuestro entorno cultural inmediato. Si, como he dicho más arriba, Calderón nos resulta tan esencialmente actual, ¿qué daño puede haber en vestir a sus personajes a la moda? Además, hay algo interesante en el hecho de que el barroco, época de contrastes, sea, en alguna medida, representado mediante contrastes. En síntesis, yo creo que ese entrañable Segismundo calderoniano que, contundente, sintetiza en tres jornadas un largo proceso de transformación ideológica —el camino que va de la confianza ciega en el destino a la exigencia de la responsabilidad por los propios actos y al ejercicio voluntario de la individualidad— viste con vaqueros porque puede ser cualquiera de nosotros.

6) Dos momentos que señalaré con rotulador en mi memoria: i) el monólogo central de la obra —por supuesto, el que termina con los dos versos siguientes: «que toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son»— enunciado con una intensidad conmovedora por un Fernando Cayo tendido sobre el suelo, su rostro saliendo por el borde del escenario rompiendo la cuarta pared y firmemente iluminado desde abajo. ii) El momento en el que Segismundo está siendo empujado por los rebeldes a que reclame su derecho de príncipe y Fernando Cayo salta al patio de butacas —el teatro se ilumina entero— para tocar, con lentísima delicadeza, el rostro de uno de los espectadores, metiéndonos a todos en la realidad de su sueño, haciéndonos conscientes del sueño que nuestra propia vida está bebiendo con tanta sed en ese momento.

Un calderón trepidante e intemporal. Desnudez, erotismo, desengaño y verdad. Un Calderón en estado de gracia. ¿Los he convencido?

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 21 de marzo de 2009