martes, 24 de marzo de 2009

Segismundo en vaqueros



La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. Compañía Siglo de Oro de la Comunidad de Madrid. Dirección: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Versión: Pedro Manuel Víllora. Intérpretes: Fernando Cayo, Ana Caleya, Jesús Ruymán, Daniel Huarte, Josep Albert, Victoria Dal Vera, Paco Blázquez, Pedro Cuadrado, Joseba Gómez, Samuel Señas y Chete Lera. Escenografía: Rafael Garrigós. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: José Manuel Guerra. Música: José de Eusebio. Espacio sonoro: Mariano García. Asesores de verso: Vicente Fuentes y Francisco Rojas. Salamanca (Teatro Liceo), sábado 21 de marzo de 2009.

Pocas veces me ha sucedido lo que hoy en una butaca del segundo anfiteatro. La puesta en escena de un clásico alcanzó la fuerza comunicativa del texto representado.

Asumir el riesgo de llevar un clásico a escena supone la aceptación previa de estar compitiendo con todas las expectativas visuales y auditivas que el texto ha suscitado en generaciones de lectores. Supone, también, afrontar con valentía la posibilidad de que la versión teatral, esto es, el texto hecho carne en escena, transmita mucho menos que lo que su lectura. Tantos escollos, sumados a los que ya tiene el hecho teatral en sí, hacen que un director se lo piense, no dos sino muchas veces, antes de enfrentarse a uno de los olímpicos (pienso en Tirso, en Calderón, en Lope, en Shakespeare, en Racine; pienso en Edipo, Sófocles y Eurípides; pienso en todos los que han superado con creces el filtro de siglos de lectores avezados o aviesos). ¿Por qué correr el riesgo, entonces? ¿Por qué no dejar que las palabras de tales dramas sigan dormidas bajo la noche de sus libros? A esta pregunta podría contestarse de varias maneras. Podría responderse, antes que nada, que el teatro reclama su tridimensionalidad y su eficacia instantánea. El teatro, escrito para ser puesto en escena, exige su representación y la experiencia única —única cada vez— de su muerte constante: la del instante que vibra y se acaba, la experiencia del tiempo. También podría contestarse que la dificultad impulsa a la acción. O podría simplemente no contestarse y pasar a otra cosa, dejando que los valientes que se lanzan, locos ellos, a dar nuevo cuerpo y nueva vida a textos que han vivido tantas veces y tenido tantos cuerpos nos deleiten o nos frustren con sus logradas o fallidas lecturas del mismo. Todo es intentar y no quedarse con las ganas, en todo caso.

Esta noche, la valiente intención de poner en pie a ese «compuesto de hombre y fiera» Segismundo, en pantalón vaquero y torso desnudo, ha merecido un entusiasta aplauso. La versión de La vida es sueño de Calderón de la Barca, realizada con acierto de cirujano —con ese tipo de aciertos que hacen que las podas textuales no hagan perder al texto nada de lo que todavía tiene que decir— por Pedro Manuel Víllora y llevada a la escena por el director Juan Carlos Pérez de la Fuente, logra hacer que uno de nuestros olímpicos, tal vez el más oscuro de todos, emerja de sus catacumbas convertido en un enérgico contemporáneo.

Es difícil hablar de obras de teatro que roban el aliento, que aceleran el pulso con un ritmo trepidante y en aumento, que arrastran, muy a pesar de la voluntad de públicos adultos y serios, a la empatía. Es difícil porque montajes así son más para vistos que para comentados. Pero si de comentar se trata, advirtiendo, antes de empezar a comentar, que la puesta en escena me gustó, que la disfruté y que me emocionó, vamos a ello. ¿Por qué me gustó tanto este montaje? Intentaré enumerar los que, a mi parecer, son logros y virtudes suficientes para convencer a quien no haya visto la pieza de que corra cuanto antes a conseguir entrada en la próxima representación.

1) Sencillez y versatilidad escenográfica. En un escenario desnudo —también desnudo de color— se disponen, en filas, un conjunto de columnas giratorias que, funcionando como rompimientos escénicos, limitan laberínticamente el espacio e imitan, al mismo tiempo, las posibles estalactitas de una cueva (la prisión de Segismundo) y las columnas palaciegas entre las que habitan el rey Basilio y los suyos. Este juego de columnas giratorias y pintadas en tonos distintos por un lado y por el otro permite la superposición de dos espacios nada cotidianos (gruta y palacio) que, alternando, se distinguirán entre sí por el solo cambio de colores.

2) Ambientación sonora constante que funciona, a la manera de las bandas sonoras cinematográficas, de modo significante, ayudando a construir una atmósfera de inmersión de la que es difícil escapar. Un ejemplo de este recurso efectista es el goteo cavernoso y disimulado —el volumen controlado hace que se oiga “lejos”— que acompaña todas los momentos de esa gruta, prisión de Segismundo, en cuyo centro «nace la noche, pues la engendra dentro».

3) El diseño de luces que resuelve el asunto de «la puerta / —mejor diré boca funesta— abierta» de la gruta con un sencillo foco central que ilumina desde el foso y al que se acercan los personajes teniendo que mirar hacia abajo, desde el borde del escenario, también funciona logradamente. En general, el trabajo de luces es minucioso y contribuye con acierto a que el público quede inmerso sin salida en esa atmósfera de claroscuro sonoro con el que algunos (¿o soy sólo yo?) tendemos a identificar el barroco de Contrarreforma. Es significativo ese momento en el que el sueño del teatro nos incluye —incluye nuestra “vida real”—, como espectadores, y nos hace vasallos del rey Basilio: las luces del patio de butacas se encienden y el rey se dirige a nosotros como quien se dirige a su pueblo.

4) El montaje tiene fuerza, potencia, oscuridad, violencia. La vida es sueño, de Calderón, es un texto que nos alcanza sin dificultad a nosotros, los hijos de un tiempo de realidades virtuales y verdades desmentidas: «tan semejante es la copia / al original, que hay duda / en saber si es ella propia». El texto de Calderón es también una atmósfera. Una atmósfera de Contrarreforma en la que el hombre ¿empezó? a darse cuenta de la sabiduría que se adquiere con el desengaño. Todo es mentira, todo es teatro, todo es vanidad «y el mayor bien es pequeño». En el montaje de Pérez de la Fuente, la atmósfera calderoniana está servida ante nuestros ojos en claroscuros de bestialidad y civilización (señalando lo que hay de bestial en la civilización) y en contrastes de vitalismo y de violencia que, a mi entender, han sacado de la ecuación un elemento importante del carácter segismundeano y que se echa en falta: la ternura. En cualquier caso, se nos brinda una entusiasta dosis de dinamismo, un raro ejemplo de ritmo que sostiene su crescendo hasta el final. Algunas coreografías que acompañan los monólogos más largos, tal vez con el secreto fin de no dar respiro al espectador, de llenar el espacio, de no permitir que el ritmo decaiga, están dispuestas pensando en espectadores acostumbrados a la velocidad. Las actuaciones de Segismundo, Aurora y Clarín son destacables. Los actores Fernando Cayo, Ana Caleya y Daniel Huarte se muestran generosos en escena —se dan— y, con voces cultivadas, avanzan por un verso tan bien enunciado que se nos olvida que están hablando en verso. Sin embargo, me gustó menos ese exagerado movimiento de contorsión que realiza el Segismundo de la primera jornada, al tiempo que dice su monólogo sobre la libertad, tratando de librarse de una cadena invisible. Con el transcurrir de la obra las contorsiones se atenúan y la actuación, en progresiva mejora, hace olvidar ese primer accidente, esa primera colisión entre una propuesta atrevida y las expectativas de escuchar estas palabras « ¿y teniendo yo más vida, / tengo menos libertad?», con cierta etiqueta.

5) Y para aquellos que desconfían del pasado y sólo leen el mundo desde una inacabable actualidad, Pérez de la Fuente ha anticipado un buen golpe en la elección de los atuendos, haciendo no sólo que Segismundo vista ya vaqueros, ya ropa interior muy ajustada (los pies y el torso desnudos en la primera y la segunda jornada) sino aderezando a Rosaura, vestida de hombre, con chaquetas de cuero que ya quisiéramos todas las damas. El efectismo da su mejor sorpresa cuando hace que los guardias entren a la gruta con cascos de motociclista y armados con armas de fuego (de juguete) al mejor estilo Darth Vader de La guerra de las galaxias. Los contrastes se hacen extremados cuando estos guardias están cerca de los primos hermanos Estrella y Clotaldo, sobrinos del rey Basilio y aspirantes al trono de Polonia. Clotaldo viste de Drácula, Estrella viste de Cenicienta (la que va a la fiesta, antes de las doce de la noche), y los bailarines guardias y criados intercalan sus tirantes con elegantes sobretodos de corte futurista. Por supuesto habrá quien se sienta ultrajado por ese cóctel de atuendos que marginan obra y personajes de cualquier contexto histórico reconocible. Pero yo siempre estaré a favor de cambiar las envolturas a los contenidos valiosos, sólo para hacerlos más digeribles o más entretenidos. Es valioso el intento de ofrecer contenidos intemporales en atuendos completamente actuales e identificables con referentes de nuestro entorno cultural inmediato. Si, como he dicho más arriba, Calderón nos resulta tan esencialmente actual, ¿qué daño puede haber en vestir a sus personajes a la moda? Además, hay algo interesante en el hecho de que el barroco, época de contrastes, sea, en alguna medida, representado mediante contrastes. En síntesis, yo creo que ese entrañable Segismundo calderoniano que, contundente, sintetiza en tres jornadas un largo proceso de transformación ideológica —el camino que va de la confianza ciega en el destino a la exigencia de la responsabilidad por los propios actos y al ejercicio voluntario de la individualidad— viste con vaqueros porque puede ser cualquiera de nosotros.

6) Dos momentos que señalaré con rotulador en mi memoria: i) el monólogo central de la obra —por supuesto, el que termina con los dos versos siguientes: «que toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son»— enunciado con una intensidad conmovedora por un Fernando Cayo tendido sobre el suelo, su rostro saliendo por el borde del escenario rompiendo la cuarta pared y firmemente iluminado desde abajo. ii) El momento en el que Segismundo está siendo empujado por los rebeldes a que reclame su derecho de príncipe y Fernando Cayo salta al patio de butacas —el teatro se ilumina entero— para tocar, con lentísima delicadeza, el rostro de uno de los espectadores, metiéndonos a todos en la realidad de su sueño, haciéndonos conscientes del sueño que nuestra propia vida está bebiendo con tanta sed en ese momento.

Un calderón trepidante e intemporal. Desnudez, erotismo, desengaño y verdad. Un Calderón en estado de gracia. ¿Los he convencido?

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 21 de marzo de 2009

3 comentarios:

Juanvel dijo...

Catalina, quiero felicitarte en el día Internacional del Teatro, he conocido tu blog a través del blog de Carlos. Recibe un cordial saludo para ti y para toda la familia del tetro en Salamanca.

Juan Velasco Plaza

Catalina GG-H dijo...

Muchas gracias, Juan. Siga vivo el teatro.
Saludos,

CGG-H @-->--

Josemaría dijo...

He leído tu crítica a LA VIDA ES SUEÑO, y me parece la mejor y más inteligente de las que he leído, incluidas las de los famosos de la prensa nacional. Enhorabuena. Mi blog es karavansar.blogspot.com