So happy together. Apata teatro. Autores: Yolanda Pallín, Laila Ripoll, José Ramón Fernández, Jesús Laiz. Dirección: José Bornás. Intérpretes: Elena Octavia, Delia Vime, Eduardo Velasco, Alejandro Sigüenza. Escenografía: Alejandro Andújar. Asesora de movimiento: Paloma Sánchez de Andrés. Salamanca (Teatro Liceo), jueves 26 de marzo de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.
Difícil. Difícil poner en escena la imagen de una herida abierta sin caer en el sensacionalismo, en el maniqueísmo, en la pedantería. Más aún si esa herida abierta ha sangrado durante muchos años sin posibilidad de cura y sin dar señales de empezar a cerrarse. La herida abierta, anunciada hace siglos como una tierra prometida, se desangra en kilómetros de muros de hormigón armado. Cisjordania, Israel, Gaza: la amarga realidad de su conflicto hace que sea difícil intentar poner esas palabras en escena porque se bastan a sí mismas, como líneas en el mapa del mundo, para ser escenario suficiente de la más arrolladora imposibilidad. Difícil. Difícil poner sobre las tablas el horror de situaciones tan vigentes como los atentados suicidas o las garitas de los puestos de control en territorio ocupado. Difícil teatralizar, con mesura y sin aspavientos, actualidades tan inmediatas como severas porque, a fin de cuentas, ¿tiene algo que decir el teatro sobre realidades como esa? Difícil correr el riesgo de adoctrinar, de poner un dedo en tantas llagas, de jugar a ofrecer visiones simplificadoras o fórmulas simplistas de salvación. Difícil darle al conflicto su justa dimensión con equilibrada objetividad, sin sobreactuar un drama que de tragedia tiene, por sí solo, mucho más que suficiente. Difícil. No imposible. La compañía Apata teatro, con su puesta en escena de la obra So happy together, ha demostrado que es posible hacer frente y salir airoso de tamaña dificultad.
Con la selección de la forma expresiva empieza el acierto. Un monólogo teatral es una dura prueba para el pacto ficcional ya que, a poco que se piense sobre el asunto, es posible darse cuenta de lo insólito de la situación: una persona, situada en cualquier lugar y circunstancia, empieza a hablar con rara fluidez sobre su pasado, su presente, su futuro, sus ideas, sus reflexiones, sus conclusiones, su visión de mundo y así, como quien no quiere la cosa, lo dice todo en voz alta —¿a quién?— de una manera tan ordenada y con una coherencia tal que haría reír a los artesanos del stream of consciousness, sobradamente trabajado desde principios del siglo xx.
Creo que, a estas alturas de la historia, el espectador que no empiece por cuestionar activamente la necesidad de un monólogo dentro de una pieza dramática es un espectador que corre el riesgo de perderse la mitad de la información: toda esa información formal y extra-argumental que puede permitirse —que debe permitirse— el teatro. Hablo, claro está, de necesidad artística. ¿Cuál es, entonces, la función del monólogo encajado en una obra teatral? ¿Cuál es la función que, una vez ejecutada, satisface dicha necesidad artística, dicha exigencia de la obra? No es mi intención teorizar sobre las posibilidades del monólogo pero sí quiero destacar la manera en que el monólogo funciona, de manera impecablemente calculada, en la obra que nos concierne. Las diversas funciones del monólogo abarcan un espectro que va desde ofrecer una síntesis contextual de la pieza (los del tipo « ¿No es verdad, ángel de amor…») hasta el presentar una elaborada panorámica ontológica («…y los sueños, sueños son»). En So happy together, la forma expresiva escogida —calculada—, el monólogo, nos habla del mono-logos como opuesto al di-logos, es decir, nos habla de la imposibilidad del diálogo: tema central de la pieza teatral y, tal vez, causa esencial del conflicto que se intenta retratar.
Cuatro personajes comunes —en un día cualquiera de un lugar no cualquiera— encarnados por cuatro actores sólidos, nos llegan en el sonido de cuatro voces cultivadas y templadas a fuerza de entrenamiento. Cuatro voces exquisitas que atestiguan una innegable calidad actoral. Primero la escuchamos a ella, a Yazira («mira mi mano, ya no tiembla»), la joven enfermera palestina que decide inmolarse mediante atentado suicida en un centro comercial de territorio israelí. Después lo escuchamos a él, a Samuel, el tozudo militar encargado de un puesto de control en territorio ocupado. Acto seguido, escuchamos a esa madre palestina quien le habla al cadáver de su hijo de doce años, muerto por herida de bala en la cabeza. Y luego, lo escuchamos a él, al soldado joven, hermano de Samuel, quien sólo tiene preguntas que nadie sabe contestar. Dos hermanos judíos en Israel («la única tierra en la que un judío no puede dejar de tener miedo») y dos mujeres palestinas en territorio ocupado hablando, los cuatro, sin hablarse, hablándonos sin mirarse, cada uno en su momento, cada uno exponiendo su situación, sus razones, sus sentimientos, sus temores, sus motivos.
Mientras que los cuatro personajes nos cuentan, por separado, fragmentos de su vida y explican algunas de sus creencias, los monólogos se intercalan de manera que el espectador puede entretejer y construir un argumento concreto que da unidad a la pieza, esquivando así el riesgo de que pudiera convertirse en un mosaico de monólogos sueltos: a medida que avanza la obra nos vamos enterando de que un niño de doce años, hijo de mujer palestina, ha sido asesinado, en una emboscada, por el mismo militar joven cuya hija queda gravemente herida durante un atentado suicida. Nos enteramos de que la mujer que se ha inmolado había sido antes víctima de la cruel intransigencia del militar. Ellos hablan desde diferentes perspectivas sobre un momento único —el instante en el cual una mujer explota en medio de un centro comercial— y, al hablar, nos informan sobre muchas de las etapas que han conducido hacia dicha coyuntura, nos instruyen sobre el pasado lejano y reciente, sobre las capas de odio acumulado, sobre la falta de perdón. Los monólogos, al intercalarse, dotan a la obra de una deleitosa polifonía que garantiza cierta objetividad. Y la objetividad es elegante.
Como elegante es la limpieza minimalista de un escenario casi desnudo: lienzos blanquinegros que representan, de manera muy abstracta, la idea de un edificio en escombros; dos sillas blancas, dos palabras —«love» a la izquierda del espectador, «hate» a la derecha del espectador—, colores neutros; recortes de luz para delimitar espacios escenográficos definidos; proyección, en el lienzo posterior, de imágenes del conflicto real que subrayan la actualidad del problema tratado. Esta esquematización de un ambiente de guerra soslaya, de manera efectiva, cualquier riesgo de sensacionalismo.
Como elegante es la presentación del atentado que apenas se sugiere mediante la explosión de globos de color rojo y las contorsiones gestuales de la mujer bomba.
Como elegante y significativo es el ambiente sonoro: el sonido de un respirador, el goteo de un corazón que ralentiza, escuchado en un electrocardiógrafo, y dos canciones convenientemente situadas. Lo demás es voz. Voz humana que brilla como una escultura sonora en una pieza teatral sobre las consecuencias de no escuchar, de no comprender, de no intentar discernir esa voz.
Los cuatro personajes se explican ante nosotros ofreciéndonos un enfoque personal de sus circunstancias particulares, perspectiva que nos permite ponernos en su lugar y nos hace, aunque sea fugazmente, comprender sus actos. Nosotros podemos alcanzarlos porque los escuchamos, pero ellos no pueden hablar entre sí, y si lo hacen —es el caso de los dos hermanos judíos— lo hacen desde visiones de mundo tan distintas que es como si hablaran idiomas diferentes. El tema del diálogo imposible queda subrayado por dos de los momentos en los que la escena es ocupada por más de un personaje: el primero, la súplica de la enfermera palestina ante el militar israelí, pidiendo que deje pasar la ambulancia. Ella dice «señor, hablo en inglés, para que usted me entienda». El militar es sordo a este pedido, sin embargo, porque está lleno de un miedo de lustros que lo incapacita para la tolerancia y las concesiones. El segundo, cuando la madre palestina del niño muerto se cruza con el padre de la niña israelí herida y, queriendo comunicarse —los dos sufren el mismo dolor ante las heridas de un hijo— ella dice «no hablo su lengua, señor».
Desde mi punto de vista, esa es la clave sobre la que se articula toda la puesta en escena. Todo converge hacia ese centro, todos los elementos enfocan el problema nuclear de las situaciones de guerra permanente: la incapacidad de diálogo. Los cuatro protagonistas de So happy together son víctimas. Tres de ellos son verdugos. La pieza teatral evita el adoctrinamiento y el maniqueísmo, desplegando voces. Los cuatro personajes tienen, en el espacio utópico del teatro, el tiempo suficiente para hablar, para exponer sus motivos —el miedo, la desesperación, la intolerancia, la sed, el hambre: «trátame como a un ser humano y podré comportarme como un ser humano»— y, sobre todo, tienen el tiempo suficiente para ser escuchados.
No hay forma de arte sin esperanza. Porque la intención de expresar es, ante todo, una intención constructiva. Toda forma de arte, de creación, obedece a un impulso positivo —ya sea el de la crítica, el de la comprensión, el del desahogo—, que, en última instancia, aspira a la superación de la circunstancia indeseada. En las más crudas tragedias late la vital necesidad de la supervivencia. So happy together, a pesar de su temática y de la áspera ironía del título, es una obra esperanzada y esto, desde mi punto de vista, es lo que eleva un montaje certero a la categoría de arte. La esperanza que se despeja al final de la obra da nuevo sentido —esta vez no irónico— a las voces «happy» y «together» porque encuentra un territorio que nos iguala, como especie, más allá de la incomunicación de las palabras: el territorio del cuerpo. Es en ese nivel en el que las diferencias se acaban: los padres del niño palestino muerto autorizan la donación de sus órganos vitales. Así, el pulmón de un niño palestino de doce años llena de oxígeno el cuerpo restaurado de una niña israelí de cinco años, víctimas los dos de un conflicto en el que todavía no han tenido tiempo de participar. Ese pulmón simboliza la esperanza de una comprensión que, a pesar de todo, debería llegar. Un pulmón que, sin distingos de nación, raza o religión, funciona dando vida en un cuerpo humano y, trasplantado, ofrece lo único que nadie puede devolver cuando se arranca: el impulso acompasado —el latido— de la sangre que nos iguala como especie. La puerta queda, así, abierta para el encuentro posible de nuevas generaciones que, abandonando por fin siglos de desencuentros comunicativos, puedan reconocerse en algo tan sencillo como el lenguaje de la respiración. El padre de la niña israelí nos cuenta, al final, cómo ella habla con naturalidad de su vida salvada gracias al pulmón de un niño palestino. El cuerpo humano como territorio de generosidad total: la entrega de lo más propiamente propio en beneficio de otra vida como la más sincera y tangible de las esperanzas.
En So happy together apreciamos ecuanimidad y mesura en el tratamiento de un tema desmesurado. La dosis justa de contención, la dosis justa de palabras, la dosis justa de movimientos y de silencios. Belleza en altas dosis de empatía. Empatía en cucharadas de respeto. Respeto humano por lo humano en gestos de la más delicada elegancia. Actores a la altura. «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». Por eso conmueve. Por eso se aplaude con admiración —casi con reverencia— porque ha sido capaz de hacernos entender, y de llenarnos los ojos y los oídos de belleza en el intento.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de marzo de 2009
Difícil. Difícil poner en escena la imagen de una herida abierta sin caer en el sensacionalismo, en el maniqueísmo, en la pedantería. Más aún si esa herida abierta ha sangrado durante muchos años sin posibilidad de cura y sin dar señales de empezar a cerrarse. La herida abierta, anunciada hace siglos como una tierra prometida, se desangra en kilómetros de muros de hormigón armado. Cisjordania, Israel, Gaza: la amarga realidad de su conflicto hace que sea difícil intentar poner esas palabras en escena porque se bastan a sí mismas, como líneas en el mapa del mundo, para ser escenario suficiente de la más arrolladora imposibilidad. Difícil. Difícil poner sobre las tablas el horror de situaciones tan vigentes como los atentados suicidas o las garitas de los puestos de control en territorio ocupado. Difícil teatralizar, con mesura y sin aspavientos, actualidades tan inmediatas como severas porque, a fin de cuentas, ¿tiene algo que decir el teatro sobre realidades como esa? Difícil correr el riesgo de adoctrinar, de poner un dedo en tantas llagas, de jugar a ofrecer visiones simplificadoras o fórmulas simplistas de salvación. Difícil darle al conflicto su justa dimensión con equilibrada objetividad, sin sobreactuar un drama que de tragedia tiene, por sí solo, mucho más que suficiente. Difícil. No imposible. La compañía Apata teatro, con su puesta en escena de la obra So happy together, ha demostrado que es posible hacer frente y salir airoso de tamaña dificultad.
Con la selección de la forma expresiva empieza el acierto. Un monólogo teatral es una dura prueba para el pacto ficcional ya que, a poco que se piense sobre el asunto, es posible darse cuenta de lo insólito de la situación: una persona, situada en cualquier lugar y circunstancia, empieza a hablar con rara fluidez sobre su pasado, su presente, su futuro, sus ideas, sus reflexiones, sus conclusiones, su visión de mundo y así, como quien no quiere la cosa, lo dice todo en voz alta —¿a quién?— de una manera tan ordenada y con una coherencia tal que haría reír a los artesanos del stream of consciousness, sobradamente trabajado desde principios del siglo xx.
Creo que, a estas alturas de la historia, el espectador que no empiece por cuestionar activamente la necesidad de un monólogo dentro de una pieza dramática es un espectador que corre el riesgo de perderse la mitad de la información: toda esa información formal y extra-argumental que puede permitirse —que debe permitirse— el teatro. Hablo, claro está, de necesidad artística. ¿Cuál es, entonces, la función del monólogo encajado en una obra teatral? ¿Cuál es la función que, una vez ejecutada, satisface dicha necesidad artística, dicha exigencia de la obra? No es mi intención teorizar sobre las posibilidades del monólogo pero sí quiero destacar la manera en que el monólogo funciona, de manera impecablemente calculada, en la obra que nos concierne. Las diversas funciones del monólogo abarcan un espectro que va desde ofrecer una síntesis contextual de la pieza (los del tipo « ¿No es verdad, ángel de amor…») hasta el presentar una elaborada panorámica ontológica («…y los sueños, sueños son»). En So happy together, la forma expresiva escogida —calculada—, el monólogo, nos habla del mono-logos como opuesto al di-logos, es decir, nos habla de la imposibilidad del diálogo: tema central de la pieza teatral y, tal vez, causa esencial del conflicto que se intenta retratar.
Cuatro personajes comunes —en un día cualquiera de un lugar no cualquiera— encarnados por cuatro actores sólidos, nos llegan en el sonido de cuatro voces cultivadas y templadas a fuerza de entrenamiento. Cuatro voces exquisitas que atestiguan una innegable calidad actoral. Primero la escuchamos a ella, a Yazira («mira mi mano, ya no tiembla»), la joven enfermera palestina que decide inmolarse mediante atentado suicida en un centro comercial de territorio israelí. Después lo escuchamos a él, a Samuel, el tozudo militar encargado de un puesto de control en territorio ocupado. Acto seguido, escuchamos a esa madre palestina quien le habla al cadáver de su hijo de doce años, muerto por herida de bala en la cabeza. Y luego, lo escuchamos a él, al soldado joven, hermano de Samuel, quien sólo tiene preguntas que nadie sabe contestar. Dos hermanos judíos en Israel («la única tierra en la que un judío no puede dejar de tener miedo») y dos mujeres palestinas en territorio ocupado hablando, los cuatro, sin hablarse, hablándonos sin mirarse, cada uno en su momento, cada uno exponiendo su situación, sus razones, sus sentimientos, sus temores, sus motivos.
Mientras que los cuatro personajes nos cuentan, por separado, fragmentos de su vida y explican algunas de sus creencias, los monólogos se intercalan de manera que el espectador puede entretejer y construir un argumento concreto que da unidad a la pieza, esquivando así el riesgo de que pudiera convertirse en un mosaico de monólogos sueltos: a medida que avanza la obra nos vamos enterando de que un niño de doce años, hijo de mujer palestina, ha sido asesinado, en una emboscada, por el mismo militar joven cuya hija queda gravemente herida durante un atentado suicida. Nos enteramos de que la mujer que se ha inmolado había sido antes víctima de la cruel intransigencia del militar. Ellos hablan desde diferentes perspectivas sobre un momento único —el instante en el cual una mujer explota en medio de un centro comercial— y, al hablar, nos informan sobre muchas de las etapas que han conducido hacia dicha coyuntura, nos instruyen sobre el pasado lejano y reciente, sobre las capas de odio acumulado, sobre la falta de perdón. Los monólogos, al intercalarse, dotan a la obra de una deleitosa polifonía que garantiza cierta objetividad. Y la objetividad es elegante.
Como elegante es la limpieza minimalista de un escenario casi desnudo: lienzos blanquinegros que representan, de manera muy abstracta, la idea de un edificio en escombros; dos sillas blancas, dos palabras —«love» a la izquierda del espectador, «hate» a la derecha del espectador—, colores neutros; recortes de luz para delimitar espacios escenográficos definidos; proyección, en el lienzo posterior, de imágenes del conflicto real que subrayan la actualidad del problema tratado. Esta esquematización de un ambiente de guerra soslaya, de manera efectiva, cualquier riesgo de sensacionalismo.
Como elegante es la presentación del atentado que apenas se sugiere mediante la explosión de globos de color rojo y las contorsiones gestuales de la mujer bomba.
Como elegante y significativo es el ambiente sonoro: el sonido de un respirador, el goteo de un corazón que ralentiza, escuchado en un electrocardiógrafo, y dos canciones convenientemente situadas. Lo demás es voz. Voz humana que brilla como una escultura sonora en una pieza teatral sobre las consecuencias de no escuchar, de no comprender, de no intentar discernir esa voz.
Los cuatro personajes se explican ante nosotros ofreciéndonos un enfoque personal de sus circunstancias particulares, perspectiva que nos permite ponernos en su lugar y nos hace, aunque sea fugazmente, comprender sus actos. Nosotros podemos alcanzarlos porque los escuchamos, pero ellos no pueden hablar entre sí, y si lo hacen —es el caso de los dos hermanos judíos— lo hacen desde visiones de mundo tan distintas que es como si hablaran idiomas diferentes. El tema del diálogo imposible queda subrayado por dos de los momentos en los que la escena es ocupada por más de un personaje: el primero, la súplica de la enfermera palestina ante el militar israelí, pidiendo que deje pasar la ambulancia. Ella dice «señor, hablo en inglés, para que usted me entienda». El militar es sordo a este pedido, sin embargo, porque está lleno de un miedo de lustros que lo incapacita para la tolerancia y las concesiones. El segundo, cuando la madre palestina del niño muerto se cruza con el padre de la niña israelí herida y, queriendo comunicarse —los dos sufren el mismo dolor ante las heridas de un hijo— ella dice «no hablo su lengua, señor».
Desde mi punto de vista, esa es la clave sobre la que se articula toda la puesta en escena. Todo converge hacia ese centro, todos los elementos enfocan el problema nuclear de las situaciones de guerra permanente: la incapacidad de diálogo. Los cuatro protagonistas de So happy together son víctimas. Tres de ellos son verdugos. La pieza teatral evita el adoctrinamiento y el maniqueísmo, desplegando voces. Los cuatro personajes tienen, en el espacio utópico del teatro, el tiempo suficiente para hablar, para exponer sus motivos —el miedo, la desesperación, la intolerancia, la sed, el hambre: «trátame como a un ser humano y podré comportarme como un ser humano»— y, sobre todo, tienen el tiempo suficiente para ser escuchados.
No hay forma de arte sin esperanza. Porque la intención de expresar es, ante todo, una intención constructiva. Toda forma de arte, de creación, obedece a un impulso positivo —ya sea el de la crítica, el de la comprensión, el del desahogo—, que, en última instancia, aspira a la superación de la circunstancia indeseada. En las más crudas tragedias late la vital necesidad de la supervivencia. So happy together, a pesar de su temática y de la áspera ironía del título, es una obra esperanzada y esto, desde mi punto de vista, es lo que eleva un montaje certero a la categoría de arte. La esperanza que se despeja al final de la obra da nuevo sentido —esta vez no irónico— a las voces «happy» y «together» porque encuentra un territorio que nos iguala, como especie, más allá de la incomunicación de las palabras: el territorio del cuerpo. Es en ese nivel en el que las diferencias se acaban: los padres del niño palestino muerto autorizan la donación de sus órganos vitales. Así, el pulmón de un niño palestino de doce años llena de oxígeno el cuerpo restaurado de una niña israelí de cinco años, víctimas los dos de un conflicto en el que todavía no han tenido tiempo de participar. Ese pulmón simboliza la esperanza de una comprensión que, a pesar de todo, debería llegar. Un pulmón que, sin distingos de nación, raza o religión, funciona dando vida en un cuerpo humano y, trasplantado, ofrece lo único que nadie puede devolver cuando se arranca: el impulso acompasado —el latido— de la sangre que nos iguala como especie. La puerta queda, así, abierta para el encuentro posible de nuevas generaciones que, abandonando por fin siglos de desencuentros comunicativos, puedan reconocerse en algo tan sencillo como el lenguaje de la respiración. El padre de la niña israelí nos cuenta, al final, cómo ella habla con naturalidad de su vida salvada gracias al pulmón de un niño palestino. El cuerpo humano como territorio de generosidad total: la entrega de lo más propiamente propio en beneficio de otra vida como la más sincera y tangible de las esperanzas.
En So happy together apreciamos ecuanimidad y mesura en el tratamiento de un tema desmesurado. La dosis justa de contención, la dosis justa de palabras, la dosis justa de movimientos y de silencios. Belleza en altas dosis de empatía. Empatía en cucharadas de respeto. Respeto humano por lo humano en gestos de la más delicada elegancia. Actores a la altura. «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». Por eso conmueve. Por eso se aplaude con admiración —casi con reverencia— porque ha sido capaz de hacernos entender, y de llenarnos los ojos y los oídos de belleza en el intento.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de marzo de 2009
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