Un dios salvaje (Le dieu du carnage), de Yazmina Reza. Versión: Jordi Galcerán. Dirección: Tamzin Townsend. Ayudante dirección: Ayanta Barilli. Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce, Antonio Molero. Vestuario: José Juan Rodríguez, Paco Casado. Diseño iluminación: José Manuel Guerra. Diseño de escenografía: Ana Garay. Espacio sonoro: Isabel Montero. Diseño gráfico: Javier Franco. Fotografía: Rubén Martín. Producción: Marisa Pino, Carlos J. Larrañaga.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 19 de febrero de 2010. 21:00 h. Duración: 1 h. 30’.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 19 de febrero de 2010. 21:00 h. Duración: 1 h. 30’.
Llegar al teatro y encontrar, en lugar de telón cerrado, un velo translúcido sobre el que está dibujado un rasguño es un anuncio de lo que nos disponemos a presenciar. Un rasguño dibujado sobre un velo que insinúa los contornos de un primoroso salón de perfecto decorado minimalista. Un zarpazo sobre la perfección de la más sosegada civilidad.
Tras el zarpazo, un rugido de música que, muy entre comillas, llamaré «primitiva». Tambores y gritos. El llamado de hombres que bailan como el fuego, en torno al fuego. Esa música, repetida al finalizar la función, será lo único distinto de las voces que se oiga en un montaje destinado a subrayar la importancia de (la falsedad que ocultan) las palabras. Tras el zarpazo y el grito de esa música sin pentagrama, los rostros de dos mujeres hermosamente burguesas, sonríen —se sonríen— sobre el confort de un sofá de color morado. Una de ellas lee, en un cuaderno, el documento que ha reunido a las cuatro personas —dos hombres, dos mujeres— en ese salón de hogar. El texto leído es como el zarpazo: golpea en los oídos del espectador como una mancha negra sobre el lienzo blanco de la elegancia de los que, a dicha reunión, concurren. Un niño de nueve años, «armado con un palo», le ha sacado, de un golpe, dos incisivos a otro niño. La mujer que lee es la madre del niño atacado. El salón es el de los padres del niño que ha quedado sin dientes. Los invitados, los padres del niño «salvaje». La cordial intención de todos es resolver, con la civilidad que cabría esperar de adultos con educación superior situados en la clase media acomodada, el problema de los niños. Por eso intentarán hablar, entre tarta de manzana y café, sobre los motivos, resultados y procedimientos que enmarcan el violento suceso. Las mujeres charlan acerca de la belleza de los tulipanes. Los hombres se preguntan por sus respectivos trabajos. Mientras tanto las uñas se van afilando, con toda la asepsia que el salón requiere, como sutiles sarcasmos entre la espuma de las sonrisas y la cortesía que suele enmascarar la insinceridad de las frases hechas.
Después de una corta puesta en situación que nos muestra a un abogado, vestido de traje, interrumpiendo frecuentemente la conversación al contestar, mientras devora trozos de tarta, un incansable teléfono móvil por el que da instrucciones acerca de cómo ignorar los nocivos efectos secundarios de un medicamento, y que nos muestra, también, a las mujeres opinando sobre la más adecuada educación de los hijos, seremos sorprendidos, como espectadores, con la gran metáfora escénica que sintetiza la tesis de Un dios salvaje: la mujer invitada expulsará, con fuerza de volcán agitado, todo su malestar estomacal sobre los descatalogados y exclusivos libros de Kokoschka que adornan y elevan de cultura la mesita de la sala. El vómito como metáfora de nuestra verdad: el instinto vital, en plenitud de su escatología, sigue al mando de todos nuestros actos e intenciones, a pesar de todos los intentos por hacer que la urbanidad de las buenas maneras y el imperio de lo políticamente correcto rijan nuestro mundo. Una postura desde la cual la civilidad no es más que una máscara inútil para ocultar la verdad de nuestro esencial salvajismo.
Esa es la tesis, y los actores de esta puesta en escena encarnan, con mucha altura, la densidad del texto dramático que nos ofrecen. Hay una Verónica, una Ana, un Miguel, un Carlos pero los nombres son poco importantes en una pieza en la que cada personaje representa una impostura distinta. Lo importante es la manera como hacen vivir, sin excesos, al tipo de ser humano al que caracterizan. Y los cuatro lo logran, haciendo evolucionar a sus respectivos personajes mientras los llevan desde la aparente calma hasta el más grotesco esperpento. Entre los cuatro están Maribel Verdú y Antonio Molero bordando, con extraordinaria finura, dos papeles sutilmente tragicómicos y difíciles. Porque es difícil hacer que una mujer que es, ante todo, la bonita y callada esposa de un abogado, pueda hacer que su discurso, su tono y sus gestos se desplacen, con fluidez y sin caídas de ritmo, hacia los que corresponden a una persona mordaz y pesimista, decidida en la fuerza de su violencia. Maribel Verdú hace que el proceso sea imperceptible pero efectivo, y convence desde la sonrisa inicial hasta el llanto final de esa desesperación en medio de la cual afirma, después de haber destrozado con furia los celebrados tulipanes, que ese es el día más amargo de su vida. Y está espléndida, así, en el proceso que la lleva desde la contención hasta el sarcasmo, en la delicadeza de su burla cuando hace, también con ternura, los gestos de “cu-cu” a su marido, en la maestría con la que puede encarnar a una mujer ebria sin traspasar esa delgada línea que habría convertido a dicha mujer en una caricatura inaguantable. Y porque, también, es difícil hacer que un hombre que se comporta como un hijo bueno, como un marido bueno, como un padre bueno, como un honrado vendedor de pomos para tuberías que cumple con todos sus deberes hogareños, avance con certeza en el proceso que lo convierte en un hombre que sabe levantar la voz y quejarse, entre risas burlonas, de la locura de su esposa. Antonio Molero se saca la camisa del pantalón y empieza a hacer que todos creamos, entre risas que él logra hacernos reír sin hacernos sentir estúpidos, cada una de las palabras que nos está diciendo. Antonio Molero se pone los guantes y limpia, con el acierto de la exageración que hace reír sin caer en lo fácil, el vómito que ha manchado la sala. Y, como quien no quiere la cosa, termina su faena diciendo que «lo gordo ya está» justo en el momento en el que «lo gordo» apenas empieza. Aitana Sánchez Gijón y Pere Ponce orquestan, en torno a Maribel y Antonio, un dignísimo contrapunto, más tipificado, más caricaturesco, menos humano, más excesivo. Pero agradable, como un acorde menor cuyos semitonos son, aunque menos luminosos, necesarios.
En el juego de cuatro a dos bandos hay alternancias —pareja contra pareja, mujeres contra hombres, pareja contra pareja— que quedan exquisitamente dibujadas en la cuidada coreografía de los movimientos. Los cuatro actores caminaron en la sala y, nunca, durante la función, uno quedó por delante de otro. Los pasos y el movimiento de los cuerpos estaban medidos, de tal modo que todos los momentos estaban visualmente equilibrados en una danza que armonizaba el volumen de los cuerpos vivos con la disposición espacial de los muebles en el escenario. El espacio escénico, así, estaba limpio de ruido gestual y parecía imitar el equilibrio fijo de los cuadros. Hubo, también, un uso eficaz de los silencios: como en ese momento en el que están todos sentados, uno al lado del otro, en el mismo sillón, declarando lo mucho que todos se parecen, más allá de las diferencias aparentes, en su «salvajismo» individualista, en su solísima soledad de luchadores solitarios. Ese momento semi-quieto —permítaseme la licencia de decir “escultórico”— en el cual la coreografía hace que todos beban de sus copas al mismo tiempo es el más acertado acorde visual que he tenido la suerte de ver puesto en escena en mucho tiempo. Si algo pudiera oponer a esa danza, si la armonía de los gestos no me hubiera robado el aliento en muchos momentos, diría que los altísimos zapatos de tacón sobre los que caminan Aitana y Maribel restan fluidez a los pasos e interfieren en el ritmo de la coreografía a la que me estoy refiriendo. Preguntaría sobre cuál es la necesidad de desazonar a las actrices de esa manera y advertiría sobre lo mucho que se ganaría haciéndolas caminar con zapatos más cómodos.
Así ha quedado todo —actores, espacios, gestos, coreografía y escenografía— bien dirigido y dispuesto para que resalte, con fuerza de zarpazo en la cotidianidad de los espectadores, un texto impecablemente aristotélico por su unidad de tiempo (el tiempo de la acción es igual al tiempo de la representación), su unidad de espacio (toda la acción sucede en el salón de ese apartamento) y su unidad de acción (con introducción, nudo y desenlace perfectamente identificables) que activan un dispositivo ideológico potente, delicado, clásico y peligroso. Como el mejor teatro puede ser. Una bomba de relojería pronta para estallar en las tersas superficies del confort que nos acoge en el patio de butacas, al decirnos lo que todos tragamos sin hacernos preguntas justo antes de deshacernos en aplausos: que nuestro salvajismo es incurable, que no hay manera de controlarlo que somos, igual que un roedor, omnívoros en el sentido menos metafórico de la palabra pues comemos cosas vivas y, por tanto, nos devoramos unos a otros.
Sin embargo, como todo está dicho para ser contraargumentado y, de esa manera, verificado, podemos empezar a cuestionar esa tesis del salvajismo como lugar inevitable. Es convincente, sí, porque es un lugar común. ¿Quién después de Darwin se atreve a ser antropocéntrico y pensar en el ser humano como algo más que un grupo de homínidos? A pesar de ello, ¿quién pondría en duda que es necesario seguir venciendo, a fuerza de educación y civilidad, aquel instinto que nos impulsa al egoísmo de la propia y sola supervivencia individual? Es posible que el instinto animal también abarque la solidaridad que garantiza la supervivencia del grupo y, por tanto, la posibilidad de la ternura que hace grato el ejercicio de dicha solidaridad para quienes lo ejercen. Porque a sabiendas de que somos ni más ni menos que un eslabón más en la cadena alimenticia, una especie animal como tantas otras, es cierto que siempre habrá modos de hacer que nuestro «estado de naturaleza» (léase el Leviatán, de Hobbes) sea lo menos perjudicial posible para nuestro propio entorno.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 26 de febrero de 2010
Tras el zarpazo, un rugido de música que, muy entre comillas, llamaré «primitiva». Tambores y gritos. El llamado de hombres que bailan como el fuego, en torno al fuego. Esa música, repetida al finalizar la función, será lo único distinto de las voces que se oiga en un montaje destinado a subrayar la importancia de (la falsedad que ocultan) las palabras. Tras el zarpazo y el grito de esa música sin pentagrama, los rostros de dos mujeres hermosamente burguesas, sonríen —se sonríen— sobre el confort de un sofá de color morado. Una de ellas lee, en un cuaderno, el documento que ha reunido a las cuatro personas —dos hombres, dos mujeres— en ese salón de hogar. El texto leído es como el zarpazo: golpea en los oídos del espectador como una mancha negra sobre el lienzo blanco de la elegancia de los que, a dicha reunión, concurren. Un niño de nueve años, «armado con un palo», le ha sacado, de un golpe, dos incisivos a otro niño. La mujer que lee es la madre del niño atacado. El salón es el de los padres del niño que ha quedado sin dientes. Los invitados, los padres del niño «salvaje». La cordial intención de todos es resolver, con la civilidad que cabría esperar de adultos con educación superior situados en la clase media acomodada, el problema de los niños. Por eso intentarán hablar, entre tarta de manzana y café, sobre los motivos, resultados y procedimientos que enmarcan el violento suceso. Las mujeres charlan acerca de la belleza de los tulipanes. Los hombres se preguntan por sus respectivos trabajos. Mientras tanto las uñas se van afilando, con toda la asepsia que el salón requiere, como sutiles sarcasmos entre la espuma de las sonrisas y la cortesía que suele enmascarar la insinceridad de las frases hechas.
Después de una corta puesta en situación que nos muestra a un abogado, vestido de traje, interrumpiendo frecuentemente la conversación al contestar, mientras devora trozos de tarta, un incansable teléfono móvil por el que da instrucciones acerca de cómo ignorar los nocivos efectos secundarios de un medicamento, y que nos muestra, también, a las mujeres opinando sobre la más adecuada educación de los hijos, seremos sorprendidos, como espectadores, con la gran metáfora escénica que sintetiza la tesis de Un dios salvaje: la mujer invitada expulsará, con fuerza de volcán agitado, todo su malestar estomacal sobre los descatalogados y exclusivos libros de Kokoschka que adornan y elevan de cultura la mesita de la sala. El vómito como metáfora de nuestra verdad: el instinto vital, en plenitud de su escatología, sigue al mando de todos nuestros actos e intenciones, a pesar de todos los intentos por hacer que la urbanidad de las buenas maneras y el imperio de lo políticamente correcto rijan nuestro mundo. Una postura desde la cual la civilidad no es más que una máscara inútil para ocultar la verdad de nuestro esencial salvajismo.
Esa es la tesis, y los actores de esta puesta en escena encarnan, con mucha altura, la densidad del texto dramático que nos ofrecen. Hay una Verónica, una Ana, un Miguel, un Carlos pero los nombres son poco importantes en una pieza en la que cada personaje representa una impostura distinta. Lo importante es la manera como hacen vivir, sin excesos, al tipo de ser humano al que caracterizan. Y los cuatro lo logran, haciendo evolucionar a sus respectivos personajes mientras los llevan desde la aparente calma hasta el más grotesco esperpento. Entre los cuatro están Maribel Verdú y Antonio Molero bordando, con extraordinaria finura, dos papeles sutilmente tragicómicos y difíciles. Porque es difícil hacer que una mujer que es, ante todo, la bonita y callada esposa de un abogado, pueda hacer que su discurso, su tono y sus gestos se desplacen, con fluidez y sin caídas de ritmo, hacia los que corresponden a una persona mordaz y pesimista, decidida en la fuerza de su violencia. Maribel Verdú hace que el proceso sea imperceptible pero efectivo, y convence desde la sonrisa inicial hasta el llanto final de esa desesperación en medio de la cual afirma, después de haber destrozado con furia los celebrados tulipanes, que ese es el día más amargo de su vida. Y está espléndida, así, en el proceso que la lleva desde la contención hasta el sarcasmo, en la delicadeza de su burla cuando hace, también con ternura, los gestos de “cu-cu” a su marido, en la maestría con la que puede encarnar a una mujer ebria sin traspasar esa delgada línea que habría convertido a dicha mujer en una caricatura inaguantable. Y porque, también, es difícil hacer que un hombre que se comporta como un hijo bueno, como un marido bueno, como un padre bueno, como un honrado vendedor de pomos para tuberías que cumple con todos sus deberes hogareños, avance con certeza en el proceso que lo convierte en un hombre que sabe levantar la voz y quejarse, entre risas burlonas, de la locura de su esposa. Antonio Molero se saca la camisa del pantalón y empieza a hacer que todos creamos, entre risas que él logra hacernos reír sin hacernos sentir estúpidos, cada una de las palabras que nos está diciendo. Antonio Molero se pone los guantes y limpia, con el acierto de la exageración que hace reír sin caer en lo fácil, el vómito que ha manchado la sala. Y, como quien no quiere la cosa, termina su faena diciendo que «lo gordo ya está» justo en el momento en el que «lo gordo» apenas empieza. Aitana Sánchez Gijón y Pere Ponce orquestan, en torno a Maribel y Antonio, un dignísimo contrapunto, más tipificado, más caricaturesco, menos humano, más excesivo. Pero agradable, como un acorde menor cuyos semitonos son, aunque menos luminosos, necesarios.
En el juego de cuatro a dos bandos hay alternancias —pareja contra pareja, mujeres contra hombres, pareja contra pareja— que quedan exquisitamente dibujadas en la cuidada coreografía de los movimientos. Los cuatro actores caminaron en la sala y, nunca, durante la función, uno quedó por delante de otro. Los pasos y el movimiento de los cuerpos estaban medidos, de tal modo que todos los momentos estaban visualmente equilibrados en una danza que armonizaba el volumen de los cuerpos vivos con la disposición espacial de los muebles en el escenario. El espacio escénico, así, estaba limpio de ruido gestual y parecía imitar el equilibrio fijo de los cuadros. Hubo, también, un uso eficaz de los silencios: como en ese momento en el que están todos sentados, uno al lado del otro, en el mismo sillón, declarando lo mucho que todos se parecen, más allá de las diferencias aparentes, en su «salvajismo» individualista, en su solísima soledad de luchadores solitarios. Ese momento semi-quieto —permítaseme la licencia de decir “escultórico”— en el cual la coreografía hace que todos beban de sus copas al mismo tiempo es el más acertado acorde visual que he tenido la suerte de ver puesto en escena en mucho tiempo. Si algo pudiera oponer a esa danza, si la armonía de los gestos no me hubiera robado el aliento en muchos momentos, diría que los altísimos zapatos de tacón sobre los que caminan Aitana y Maribel restan fluidez a los pasos e interfieren en el ritmo de la coreografía a la que me estoy refiriendo. Preguntaría sobre cuál es la necesidad de desazonar a las actrices de esa manera y advertiría sobre lo mucho que se ganaría haciéndolas caminar con zapatos más cómodos.
Así ha quedado todo —actores, espacios, gestos, coreografía y escenografía— bien dirigido y dispuesto para que resalte, con fuerza de zarpazo en la cotidianidad de los espectadores, un texto impecablemente aristotélico por su unidad de tiempo (el tiempo de la acción es igual al tiempo de la representación), su unidad de espacio (toda la acción sucede en el salón de ese apartamento) y su unidad de acción (con introducción, nudo y desenlace perfectamente identificables) que activan un dispositivo ideológico potente, delicado, clásico y peligroso. Como el mejor teatro puede ser. Una bomba de relojería pronta para estallar en las tersas superficies del confort que nos acoge en el patio de butacas, al decirnos lo que todos tragamos sin hacernos preguntas justo antes de deshacernos en aplausos: que nuestro salvajismo es incurable, que no hay manera de controlarlo que somos, igual que un roedor, omnívoros en el sentido menos metafórico de la palabra pues comemos cosas vivas y, por tanto, nos devoramos unos a otros.
Sin embargo, como todo está dicho para ser contraargumentado y, de esa manera, verificado, podemos empezar a cuestionar esa tesis del salvajismo como lugar inevitable. Es convincente, sí, porque es un lugar común. ¿Quién después de Darwin se atreve a ser antropocéntrico y pensar en el ser humano como algo más que un grupo de homínidos? A pesar de ello, ¿quién pondría en duda que es necesario seguir venciendo, a fuerza de educación y civilidad, aquel instinto que nos impulsa al egoísmo de la propia y sola supervivencia individual? Es posible que el instinto animal también abarque la solidaridad que garantiza la supervivencia del grupo y, por tanto, la posibilidad de la ternura que hace grato el ejercicio de dicha solidaridad para quienes lo ejercen. Porque a sabiendas de que somos ni más ni menos que un eslabón más en la cadena alimenticia, una especie animal como tantas otras, es cierto que siempre habrá modos de hacer que nuestro «estado de naturaleza» (léase el Leviatán, de Hobbes) sea lo menos perjudicial posible para nuestro propio entorno.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 26 de febrero de 2010
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