domingo, 31 de octubre de 2010

EL ALCALDE DE ZALAMEA: «Loco de tan buen capricho»

El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Versión y dirección: Eduardo Vasco. Ayudante dirección: Héctor del Saz. Intérpretes: Joaquín Notario, José Luis Santos, Eva Rufo, David Boceta, Isabel Rodes, David Lorente, Pepa Pedroche, Ernesto Arias, Pedro Almagro, Miguel Cubero, Alejandro Saá, Alberto Gómez, José Juan Rodríguez, David Lázaro, Diego Toucedo. Asesor de verso: Vicente Fuentes. Espacio sonoro: Eduardo Vasco. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Lorenzo Caprile. Escenografía: Carolina González. Percusión: Eduardo Aguirre de Cárcer. Viola de Gamba: Alba Fresno.
Madrid (Teatro CNCT, Pavón), miércoles 20 de octubre de 2010. 20:00h. Duración: 1 h. 55’.


Cuando entramos al patio de butacas nos golpeó una atmósfera adensada por el ruido. Grupos de jovencísimos asistentes al teatro llenaban el lugar con una excitada algarabía que celebraba la oportunidad de estar aprendiendo clásicos por fuera del aula de clase. Allí, en el Pavón, los chicos habían sido “encerrados” para ver, puesta en escena, una encarnación de Pedro Crespo, aquel alcalde de Zalamea que, como suele suceder siempre que reencarna, trae consigo el nada desdeñable fantasma de Calderón. El reto, por tanto, era inmenso y recíproco: para los adolescentes, consistía en superar, sin adormecimientos ni sentimientos de angustia, los más de noventa minutos de diálogo en octosílabos con rimas asonantes y libres de ripios tipo short message service. Para los actores, el reto consistía en seducir —y mantener— la atención de público tan disperso, tan diverso, tan contemporáneo, tan febril, e intentar decir algo de lo que Calderón dijo, siendo fiel al espíritu de aquella época sin disonar demasiado en el espíritu de ésta, o, lo que es lo mismo, actualizar en escena un clásico que, por ser un clásico, debería ser infinitamente actualizable. El reto del verso en los oídos de un público acostumbrado al prosaísmo del chat es un reto comparable al de convencer a un monarca de que también es justa la justicia de un villano o, lo que es lo mismo, un reto difícil de resistir. Más aún, cuando el reto contempla la tentación de poner en pie, sobre el universo paralelo de las tablas, a Pedro Crespo, personaje entrañable donde los haya, y cuando quienes deciden ponerlo en pie, acompañado de familia y amigos, son los actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, dirigidos por Eduardo Vasco. Aceptado el reto, había que llevar el verso hasta la verdad de sus significaciones sin sacrificio de la musicalidad, ponerlo en pie con la magnífica modestia de esa calderoniana desnudez textual carente de acotaciones, hacer verosímiles los muchos apartes sin prescindir de la mayoría de ellos, y esperar el resultado. Era Calderón en boca —y en manos— de expertos: dos razones, como pocas, para convencer. Y convencieron.

Convencieron desde el primer redoble que distribuyó a todos los actores sobre las tablas para empezar con los cantos y las chanzas, que dan inicio a la obra, de un grupo de soldados cansados en su paso hacia Portugal. Ataviados con la sencillez que se supone propia de personas tales en época tal (1580), los soldados pusieron en marcha la máquina de la representación teatral con un rítmico arranque de color y de humorismo que captó, de manera inmediata, las voluntades diluidas en el patio de butacas. Convencieron a medida que iban haciendo su aparición los demás actores, en cuanto el escenario se vestía de Zalamea gracias a un único panel de madera que descendió para marcar la convención que nos situaba en la casa de Pedro Crespo. Y convenció, vaya si convenció, Pedro Crespo, ese corazón grande encarnado en la piel de Joaquín Notario quien conmovió, desde el principio, al expresar, con tierna rudeza y brillo en los ojos, su amor por la mies de su labranza. Y silenció el auditorio el Don Lope de José Luis Santos, espléndido en la quietud, en la magnífica voz que no se rasga, en el control de los gestos, en su perfecta imitación de una cojera llevada, no sin dolor, pero con elegancia. Joaquín Notario y José Luis Santos, como dos portentos frente a frente, hablando las palabras de Crespo y Don Lope, descubriendo recíprocamente la dignidad del que, por igual en la fuerza, sólo puede ser un amigo. Santos y Notario, Don Lope y Crespo, devorando la atención de los insumisos, triunfantes en el reto de inundar el patio de butacas de un silencio nítido. Entonces todos olvidamos la prosa contemporánea para empaparnos en el verso y en su delicioso anacronismo, ese verso actualizado al punto de parecer, con rima, con música y con ritmo, el modo más normal de hablar.

Y gustó la meta-teatralidad que emplaza sillas a los costados del escenario en las que los actores, “en neutro” (fuera de caracterización), esperan su turno para actuar. Y qué bonito es que esas sillas sean todas las que entran y salen de escena para convertirse en escueto mobiliario cuando este es necesario, y que, una vez, también le sirvan de Rocinante a ese Don Mendo capaz de convencernos de que su silla es un caballo. Y cuánto se agradecen las ligeras actualizaciones del texto que, quitando lo que puede incluirse sin palabras (Inés no se despide de Juan diciendo «Nada te digo / con la voz, porque los ojos / hurtan a la voz su oficio». A cambio de despedida tal, la representación sugiere una relación íntima y juguetona entre los dos primos que no es explícita en el texto), se permite decir «jabón» en lugar de «greda» para facilitar su comprensión.

Y agradaron las soluciones del espacio escénico el cual, dividido en tres fondos con ayuda de dos paneles de madera y un telón que se usarán consecutivamente durante las distintas jornadas, convirtió la desnudez de una caja negra en un espacio versátil. El primer panel hace que el escenario se convierta tanto en el exterior de la casa de Crespo, como en el interior de la misma casa en el que se resguardan Isabel e Inés. Más adelante, desnudo nuevamente el espacio, el telón de fondo se abre para dejar al descubierto una serie de cilindros delgados, a manera de barrotes, como representación abstracta del monte en el que Isabel es ultrajada y su padre atado. Completan las decisiones escénicas otro panel de madera, más grande que el primero, que sirve como una pared cualquiera ante la que Pedro Crespo implora al Capitán que cumpla con su deber y le devuelva su honor.

Y hubo acierto en el uso de la luz como protagonista de un diseño escénico que utiliza el recurso del claroscuro, tan propio de la pintura de la época calderoniana. Sin olvidar que El alcalde de Zalamea, ya en tiempo de Calderón, es una pieza de teatro histórico y que, por tanto, hablar de barroco constituye un ligero anacronismo en el tiempo representado, hay barroco en la arquitectura de la luz. Los intencionados contrastes lumínicos, no sólo separan espacios de representación sino que, además, realzan volúmenes y rasgos gestuales, convirtiendo algunas de las escenas en cuadros de impecable disposición pictórica. Recuerdo, por ejemplo, el cuadro que sintetiza el primer encuentro entre Pedro Crespo y Don Lope: el perfecto control de los movimientos acompañando la lenta gravidez de las palabras que, en el centro de la luz, pesan como verdades recién inventadas. Consciente de que Velázquez no pudo haber pintado a Felipe II, recuerdo la encarnación tridimensional de un retrato a la manera de Velázquez, cuando aparece en escena, enmarcado por las sombras que rodean un chorro de luz cenital, la figura de Felipe II. Y recuerdo una sucesión equilibrada de disposiciones escénicas en claroscuro que mantuvieron mis ojos al borde de las lágrimas causadas por la firme decisión de no parpadear para no perder un ápice de la escena/cuadro durante el parpadeo.

La representación sucede de manera fluida, con un ritmo marcado que acelera, sin accidentes, su tempo desde la primera aparición de los soldados hasta el rapto de Isabel. Dicho rapto constituye un momento de clímax en el que la acción colapsa, entra en pausa o se detiene en fundido a negro, para volver a la abstracción convincente de los montes donde Isabel (Eva Rufo) efectuará su monólogo. Eva Rufo, cuyas apariciones siempre vienen enmarcadas por el melancólico sonido de una viola de Gamba, se enfrenta, también en claroscuro, a uno de los más difíciles monólogos femeninos del teatro clásico español. Un monólogo que, tal vez por difícil —es el monólogo de una mujer virgen que acaba de ser violada—, se hace largo y franquea la frontera de lo dramático para caer, de manera que casi duele dada la perfección que venía rozando la obra, en la comicidad. ¿Era necesario subrayar la dificultad con la áspera melancolía de la viola? Es el punto de inflexión hacia la solución del conflicto y, también, el momento más frágil de la representación, salvado casi de inmediato por la voz de Pedro Crespo, en su camino, ya como alcalde, hacia su conmovedora e inverosímil —el padre de una hija violada implora al violador que le devuelva su honra, casándose con ella— comprensión de lo humano. Cuando Joaquín Notario se pone de rodillas frente al desdeñoso —y menos convincente— Capitán (Ernesto Arias), el aliento vuelve a quedar suspendido ante la certeza de que Notario dice cosas imposibles con un fraseo, un tono de voz y una profundidad que las hace, más que posibles, únicas. Un segundo después, y ante el rechazo del Capitán, el hilo invisible que tiene prensados nuestros sentidos se distiende para permitir el movimiento final: gente se mueve por el escenario, se llevan al Capitán a la cárcel, Don Lope regresa (el público se emociona ante el reencuentro), vuelven a discutir los dos amigos encarnados en dos actores grandísimos que, otra vez, nos dan lecciones sobre la manera en que el verso se dice para ser perfectamente comprendido, llega el rey quien, como un retrato real habla, se mueve poco y queda convencido, el Capitán es ajusticiado y entran todos al centro de la escena en achispada algarabía, con Chispa, con coro, con risa y con canto.

El aplauso fue ovación que llamó cinco veces a los actores al proscenio, exigida su presencia por un seducido público indomable y, tal vez por eso, doblemente agradecido. Una amiga me contó cómo alguien que estaba detrás suyo, en el patio de butacas, había comentado, durante la función, que no sabía que el teatro de Lope era tan bueno, a lo que otra persona contestó, con firmeza, que eso no era Lope sino Calderón, y que sí, que cualquiera de los dos era muy bueno. Sí. Fue despiadadamente bueno. Calderón tuvo mucho que decir. Sobre todo porque estaba puesto en escena como si su época y la nuestra fueran la misma, como si el tiempo se hubiera replegado para ponernos exactamente en la Zalamea de 1580, llevados de la mano de un director que, con este montaje, ha esculpido su varita de demiurgo en la artesa de la perfección.

Cuánto gusta el teatro que nos hace olvidar la incomodidad de las butacas. Cómo gusta que, ya porque la representación se ha hecho fugaz, ya porque este Alcalde de Zalamea está representado como si hubiera sido escrito hoy, el teatro nos haga olvidar, o revivir, el tiempo.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de octubre de 2010

viernes, 26 de febrero de 2010

UN DIOS SALVAJE: «Lo gordo ya está»


Un dios salvaje (Le dieu du carnage), de Yazmina Reza. Versión: Jordi Galcerán. Dirección: Tamzin Townsend. Ayudante dirección: Ayanta Barilli. Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce, Antonio Molero. Vestuario: José Juan Rodríguez, Paco Casado. Diseño iluminación: José Manuel Guerra. Diseño de escenografía: Ana Garay. Espacio sonoro: Isabel Montero. Diseño gráfico: Javier Franco. Fotografía: Rubén Martín. Producción: Marisa Pino, Carlos J. Larrañaga.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 19 de febrero de 2010. 21:00 h. Duración: 1 h. 30’.
Llegar al teatro y encontrar, en lugar de telón cerrado, un velo translúcido sobre el que está dibujado un rasguño es un anuncio de lo que nos disponemos a presenciar. Un rasguño dibujado sobre un velo que insinúa los contornos de un primoroso salón de perfecto decorado minimalista. Un zarpazo sobre la perfección de la más sosegada civilidad.

Tras el zarpazo, un rugido de música que, muy entre comillas, llamaré «primitiva». Tambores y gritos. El llamado de hombres que bailan como el fuego, en torno al fuego. Esa música, repetida al finalizar la función, será lo único distinto de las voces que se oiga en un montaje destinado a subrayar la importancia de (la falsedad que ocultan) las palabras. Tras el zarpazo y el grito de esa música sin pentagrama, los rostros de dos mujeres hermosamente burguesas, sonríen —se sonríen— sobre el confort de un sofá de color morado. Una de ellas lee, en un cuaderno, el documento que ha reunido a las cuatro personas —dos hombres, dos mujeres— en ese salón de hogar. El texto leído es como el zarpazo: golpea en los oídos del espectador como una mancha negra sobre el lienzo blanco de la elegancia de los que, a dicha reunión, concurren. Un niño de nueve años, «armado con un palo», le ha sacado, de un golpe, dos incisivos a otro niño. La mujer que lee es la madre del niño atacado. El salón es el de los padres del niño que ha quedado sin dientes. Los invitados, los padres del niño «salvaje». La cordial intención de todos es resolver, con la civilidad que cabría esperar de adultos con educación superior situados en la clase media acomodada, el problema de los niños. Por eso intentarán hablar, entre tarta de manzana y café, sobre los motivos, resultados y procedimientos que enmarcan el violento suceso. Las mujeres charlan acerca de la belleza de los tulipanes. Los hombres se preguntan por sus respectivos trabajos. Mientras tanto las uñas se van afilando, con toda la asepsia que el salón requiere, como sutiles sarcasmos entre la espuma de las sonrisas y la cortesía que suele enmascarar la insinceridad de las frases hechas.

Después de una corta puesta en situación que nos muestra a un abogado, vestido de traje, interrumpiendo frecuentemente la conversación al contestar, mientras devora trozos de tarta, un incansable teléfono móvil por el que da instrucciones acerca de cómo ignorar los nocivos efectos secundarios de un medicamento, y que nos muestra, también, a las mujeres opinando sobre la más adecuada educación de los hijos, seremos sorprendidos, como espectadores, con la gran metáfora escénica que sintetiza la tesis de Un dios salvaje: la mujer invitada expulsará, con fuerza de volcán agitado, todo su malestar estomacal sobre los descatalogados y exclusivos libros de Kokoschka que adornan y elevan de cultura la mesita de la sala. El vómito como metáfora de nuestra verdad: el instinto vital, en plenitud de su escatología, sigue al mando de todos nuestros actos e intenciones, a pesar de todos los intentos por hacer que la urbanidad de las buenas maneras y el imperio de lo políticamente correcto rijan nuestro mundo. Una postura desde la cual la civilidad no es más que una máscara inútil para ocultar la verdad de nuestro esencial salvajismo.

Esa es la tesis, y los actores de esta puesta en escena encarnan, con mucha altura, la densidad del texto dramático que nos ofrecen. Hay una Verónica, una Ana, un Miguel, un Carlos pero los nombres son poco importantes en una pieza en la que cada personaje representa una impostura distinta. Lo importante es la manera como hacen vivir, sin excesos, al tipo de ser humano al que caracterizan. Y los cuatro lo logran, haciendo evolucionar a sus respectivos personajes mientras los llevan desde la aparente calma hasta el más grotesco esperpento. Entre los cuatro están Maribel Verdú y Antonio Molero bordando, con extraordinaria finura, dos papeles sutilmente tragicómicos y difíciles. Porque es difícil hacer que una mujer que es, ante todo, la bonita y callada esposa de un abogado, pueda hacer que su discurso, su tono y sus gestos se desplacen, con fluidez y sin caídas de ritmo, hacia los que corresponden a una persona mordaz y pesimista, decidida en la fuerza de su violencia. Maribel Verdú hace que el proceso sea imperceptible pero efectivo, y convence desde la sonrisa inicial hasta el llanto final de esa desesperación en medio de la cual afirma, después de haber destrozado con furia los celebrados tulipanes, que ese es el día más amargo de su vida. Y está espléndida, así, en el proceso que la lleva desde la contención hasta el sarcasmo, en la delicadeza de su burla cuando hace, también con ternura, los gestos de “cu-cu” a su marido, en la maestría con la que puede encarnar a una mujer ebria sin traspasar esa delgada línea que habría convertido a dicha mujer en una caricatura inaguantable. Y porque, también, es difícil hacer que un hombre que se comporta como un hijo bueno, como un marido bueno, como un padre bueno, como un honrado vendedor de pomos para tuberías que cumple con todos sus deberes hogareños, avance con certeza en el proceso que lo convierte en un hombre que sabe levantar la voz y quejarse, entre risas burlonas, de la locura de su esposa. Antonio Molero se saca la camisa del pantalón y empieza a hacer que todos creamos, entre risas que él logra hacernos reír sin hacernos sentir estúpidos, cada una de las palabras que nos está diciendo. Antonio Molero se pone los guantes y limpia, con el acierto de la exageración que hace reír sin caer en lo fácil, el vómito que ha manchado la sala. Y, como quien no quiere la cosa, termina su faena diciendo que «lo gordo ya está» justo en el momento en el que «lo gordo» apenas empieza. Aitana Sánchez Gijón y Pere Ponce orquestan, en torno a Maribel y Antonio, un dignísimo contrapunto, más tipificado, más caricaturesco, menos humano, más excesivo. Pero agradable, como un acorde menor cuyos semitonos son, aunque menos luminosos, necesarios.

En el juego de cuatro a dos bandos hay alternancias —pareja contra pareja, mujeres contra hombres, pareja contra pareja— que quedan exquisitamente dibujadas en la cuidada coreografía de los movimientos. Los cuatro actores caminaron en la sala y, nunca, durante la función, uno quedó por delante de otro. Los pasos y el movimiento de los cuerpos estaban medidos, de tal modo que todos los momentos estaban visualmente equilibrados en una danza que armonizaba el volumen de los cuerpos vivos con la disposición espacial de los muebles en el escenario. El espacio escénico, así, estaba limpio de ruido gestual y parecía imitar el equilibrio fijo de los cuadros. Hubo, también, un uso eficaz de los silencios: como en ese momento en el que están todos sentados, uno al lado del otro, en el mismo sillón, declarando lo mucho que todos se parecen, más allá de las diferencias aparentes, en su «salvajismo» individualista, en su solísima soledad de luchadores solitarios. Ese momento semi-quieto —permítaseme la licencia de decir “escultórico”— en el cual la coreografía hace que todos beban de sus copas al mismo tiempo es el más acertado acorde visual que he tenido la suerte de ver puesto en escena en mucho tiempo. Si algo pudiera oponer a esa danza, si la armonía de los gestos no me hubiera robado el aliento en muchos momentos, diría que los altísimos zapatos de tacón sobre los que caminan Aitana y Maribel restan fluidez a los pasos e interfieren en el ritmo de la coreografía a la que me estoy refiriendo. Preguntaría sobre cuál es la necesidad de desazonar a las actrices de esa manera y advertiría sobre lo mucho que se ganaría haciéndolas caminar con zapatos más cómodos.

Así ha quedado todo —actores, espacios, gestos, coreografía y escenografía— bien dirigido y dispuesto para que resalte, con fuerza de zarpazo en la cotidianidad de los espectadores, un texto impecablemente aristotélico por su unidad de tiempo (el tiempo de la acción es igual al tiempo de la representación), su unidad de espacio (toda la acción sucede en el salón de ese apartamento) y su unidad de acción (con introducción, nudo y desenlace perfectamente identificables) que activan un dispositivo ideológico potente, delicado, clásico y peligroso. Como el mejor teatro puede ser. Una bomba de relojería pronta para estallar en las tersas superficies del confort que nos acoge en el patio de butacas, al decirnos lo que todos tragamos sin hacernos preguntas justo antes de deshacernos en aplausos: que nuestro salvajismo es incurable, que no hay manera de controlarlo que somos, igual que un roedor, omnívoros en el sentido menos metafórico de la palabra pues comemos cosas vivas y, por tanto, nos devoramos unos a otros.

Sin embargo, como todo está dicho para ser contraargumentado y, de esa manera, verificado, podemos empezar a cuestionar esa tesis del salvajismo como lugar inevitable. Es convincente, sí, porque es un lugar común. ¿Quién después de Darwin se atreve a ser antropocéntrico y pensar en el ser humano como algo más que un grupo de homínidos? A pesar de ello, ¿quién pondría en duda que es necesario seguir venciendo, a fuerza de educación y civilidad, aquel instinto que nos impulsa al egoísmo de la propia y sola supervivencia individual? Es posible que el instinto animal también abarque la solidaridad que garantiza la supervivencia del grupo y, por tanto, la posibilidad de la ternura que hace grato el ejercicio de dicha solidaridad para quienes lo ejercen. Porque a sabiendas de que somos ni más ni menos que un eslabón más en la cadena alimenticia, una especie animal como tantas otras, es cierto que siempre habrá modos de hacer que nuestro «estado de naturaleza» (léase el Leviatán, de Hobbes) sea lo menos perjudicial posible para nuestro propio entorno.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 26 de febrero de 2010