Lev. Muta Imago (Roma, Italia). Dirección: Claudia Sorace. Dramaturgia: Riccardo Fazi. Intérprete: Glen Blackhall. Sonido: Riccardo Fazi. Escenografía: Massimo Troncanetti. Vestuario: Fiamma Benvignati. Grabaciones voz femenina y canto: Irene Petris. Grabaciones piano: Marco Guazzone.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Caja Duero, lunes 8 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 50’.
Cuando mira por la ventana, ¿qué ve?
—Muta Imago—
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Caja Duero, lunes 8 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 50’.
Cuando mira por la ventana, ¿qué ve?
—Muta Imago—
Al entrar en un teatro a oscuras, vemos la silueta de un hombre que, parado debajo de una lámpara, espera por el inicio de algo. Es una imagen inquietante puesto que de ese hombre sólo sabemos que su nombre es Lev y que algo extraordinario le sucederá. ¿Acaso no se llama Lev cualquiera de nosotros? Es una imagen inquietante porque sintetiza, con enorme fuerza visual, la soledad del hombre Lev o, por qué no decirlo, la soledad de un Lev que es igual a nuestra —la de cada uno de nosotros— incisiva soledad. ¿Acaso no está cada uno de nosotros mirando desde adentro, por la ventana del iris, lo que sucede en el mundo/teatro? El goteo silencioso en minutos de esa espera hace que lo que esté por suceder adquiera importancia de cataclismo, de la misma manera en que una mancha negra adquiere una apariencia tormentosa cuando se posa, macabra, sobre un lienzo blanco. La espera afina la tensión y estira nuestra expectativa hasta que la lámpara se cae encima del hombre y algo en el suelo, a manera de guerra, explota llenando de esquirlas, sesenta años después, la mullida contingencia del patio de butacas.
Lo que sucede en adelante es, al mismo tiempo, terrible y majestuoso. Terrible, porque la lograda imitación de una atmósfera de trincheras en mitad de la muerte nos incluye. Majestuoso, porque es difícil explicar el hechizo que, sobre sus espectadores, ejerce la compañía Muta Imago con tan sólo un poco de arena añadida a un sistema de tres paneles y tres lámparas movido por cuerdas y poleas desde el emparrillado. El hilo argumental es corto y exento de nudos: un soldado pierde la memoria por efecto de una bala en el cerebro y trabaja, día a día, en la recuperación del contenido que su olvido esconde. Pero no es sólo eso lo que vemos expresado, casi sin palabras, sobre el escenario. Es más que eso. Algo que compete a la metafísica implícita en la generalización que hace de un hombre, cualquier hombre y de cualquier hombre, todos los hombres. Esa metafísica que permite pensar en algo esencial que es común para todos (asumo el riesgo anti-positivista de una afirmación como la que acabo de emitir porque la compañía Muta Imago me ha hechizado).
Tres lámparas suben y bajan simbolizando, de manera alternada, una explosión, el desconcierto de una trinchera, la confusión de una guerra, la luz de una sala de cirugías y un amanecer. Tres paneles blancos de distintos tamaños bajan y suben generando todo el efecto de la destrucción tras los impactos. Esas mismas láminas (los he llamado paneles) serán, luego, usadas como tableros, cuadernos de notas y ventanas. Paneles de un material transparente, en un principio cubiertos por arena blanca, en los que Lev irá dibujando, con el dedo, su pasado, para encontrarse. La búsqueda sucede en mudo claroscuro de gesto y de sonido, con un juego de espejos que, situados en el suelo, proyectan imágenes sobre los paneles-pantalla. Lo demás es magia, ya lo he dicho. Cincuenta minutos de naufragio en una atmósfera creada para el arrobamiento. Espectadores que se hunden, como peces sin parpadeos, en los juegos de luz hasta ese momento de sugestión máxima en el que, por efecto de un haz sobre el que Lev derrama un poco de arena, vemos a una bailarina moviendo sus piernecitas de fantasma (la bailarina es una trampa lumínica) ante la expresión de ese ¡oh!, inevitable, en boca de todos o de casi todos. Cuando los espejos se agotan y los gestos se acaban, cuando estamos alcanzando a Lev en la memoria de Lev, nos damos cuenta de que Lev ha recordado cuál es su brazo izquierdo —el que sostiene una lámpara— y de que Lev está preparado para volver a llamarse Lev entre nosotros.
De acuerdo. En escena, con minuciosa exactitud, algo bello ha sucedido. ¿Sólo eso? ¿Sólo el momento que se diluye y ya casi no existe cuando salimos? Tal vez sí. Tal vez no. Prefiero apuntarme a la segunda de las opciones. He aquí el razonamiento que inclina mi preferencia:
Durante el lapso de tiempo en el que estamos todos fascinados con lo que vemos sobre el escenario, el personaje Lev no dice una sola palabra pero el ambiente sonoro incluye varias voces en off. Una es la del médico que anuncia que la bala ha sido extraída, otras pertenecen a personas que hacen preguntas sobre lo que Lev recuerda y le ayudan, con esas preguntas, a reencontrar su memoria y otra es la de un locutor de radio que anuncia el éxito de la puesta en órbita del satélite Sputnik 2, ése que llevaba en su interior a la perrita Laika, primer ser vivo que, en noviembre de 1957, fue llevado fuera de la atmósfera terrestre. La puesta en escena refiere el drama de un soldado ruso sin memoria y, por momentos, el ambiente sonoro incluye a una voz en off hablando del Sputnik. No hay gratuidad en el teatro bien construido, luego entre Laika y Lev debería existir una relación interpretable como parte del concepto artístico que la obra expresa. ¿De qué manera es significativa esa inclusión referencial del Sputnik y de Laika? Por una parte, es posible que la mención del Sputnik tenga una función contextualizadora puesto que sitúa el momento en el cual Lev está escribiendo su diario y viviendo el proceso de recuperación de sus recuerdos. Ese locutor de radio podría ser parte del entorno histórico de Lev, una voz que Lev escucha y que, así, lo sitúa en un marco de coordenadas temporales determinado. Por otra parte, probable es que haya algo más que contexto histórico en la mención de Laika, y ese “algo más” es el que otorga, a esta puesta en escena, la dimensión generalizadora y, digámoslo así, trascendente de la que antes hablé. Es coloquial el uso de la expresión estar en la luna para referirse a una persona que está fuera de la realidad o que se ha distraído. No es difícil, entonces, relacionar dicha pérdida de realidad por desmemoria de Lev con la puesta en órbita de Laika. Más aún, yo veo en la puesta en escena de Muta Imago una delicada metáfora de la soledad. Dado que el recuerdo funciona como articulador de una realidad objetiva cuya objetividad es convencional y colectiva (nos construimos como individuos a partir de códigos culturales como el lenguaje hablado), una circunstancia como la pérdida de la memoria desvinculará, a quien la padece, de ese acuerdo colectivo que instaura una realidad, dejando a esa persona por fuera de dicha realidad por desconocimiento de los referentes compartidos. La comunicación requiere el conocimiento de lo convencional colectivo. El olvido de dicha convención supone la incapacidad de comunicación y, por tanto, la caída en un abismo de subjetividad. ¿En qué se parecen Laika en órbita y Lev desmemoriado? Laika y Lev son cuestionamientos metafóricos de la posibilidad de comunicación en ausencia de referentes compartidos; Laika y Lev son metáforas de la más profunda e impenetrable soledad.
Finalizando el tiempo de la puesta en escena, una voz en off le pregunta a Lev qué es lo que ve cuando mira por la ventana mientras que Lev, con cuerdas que lo levantan del suelo, imita el paso de un astronauta liberado de ataduras gravitatorias. De manera simultánea, una ristra de lámparas que apuntan directo a los ojos de los espectadores (lámparas en el suelo del foro enfocando hacia el patio de butacas) empiezan a disparar rayos fotónicos de altísima potencia. Nuestros ojos parpadean, quedan atónitos y lloran de fulgor antes de cerrarse. Ese aullido de luz nos taladra y nos incluye en la desmemoria de Lev: un drama que empezó con el destello de la explosión que le trepanó la zona de memoria en la cabeza. Ese grito de luz nos apunta y nos convierte en Lev, nos enmudece y nos pierde en el abismo de nuestras propias e individuales preguntas. De repente, estamos ciegos de luz y solos, atentos en el miedo de esa sencilla certeza: estamos solos, escuchando la ironía de una voz que nos pregunta: «cuando mira por la ventana, ¿qué ve?».
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 11 de junio de 2009
Lo que sucede en adelante es, al mismo tiempo, terrible y majestuoso. Terrible, porque la lograda imitación de una atmósfera de trincheras en mitad de la muerte nos incluye. Majestuoso, porque es difícil explicar el hechizo que, sobre sus espectadores, ejerce la compañía Muta Imago con tan sólo un poco de arena añadida a un sistema de tres paneles y tres lámparas movido por cuerdas y poleas desde el emparrillado. El hilo argumental es corto y exento de nudos: un soldado pierde la memoria por efecto de una bala en el cerebro y trabaja, día a día, en la recuperación del contenido que su olvido esconde. Pero no es sólo eso lo que vemos expresado, casi sin palabras, sobre el escenario. Es más que eso. Algo que compete a la metafísica implícita en la generalización que hace de un hombre, cualquier hombre y de cualquier hombre, todos los hombres. Esa metafísica que permite pensar en algo esencial que es común para todos (asumo el riesgo anti-positivista de una afirmación como la que acabo de emitir porque la compañía Muta Imago me ha hechizado).
Tres lámparas suben y bajan simbolizando, de manera alternada, una explosión, el desconcierto de una trinchera, la confusión de una guerra, la luz de una sala de cirugías y un amanecer. Tres paneles blancos de distintos tamaños bajan y suben generando todo el efecto de la destrucción tras los impactos. Esas mismas láminas (los he llamado paneles) serán, luego, usadas como tableros, cuadernos de notas y ventanas. Paneles de un material transparente, en un principio cubiertos por arena blanca, en los que Lev irá dibujando, con el dedo, su pasado, para encontrarse. La búsqueda sucede en mudo claroscuro de gesto y de sonido, con un juego de espejos que, situados en el suelo, proyectan imágenes sobre los paneles-pantalla. Lo demás es magia, ya lo he dicho. Cincuenta minutos de naufragio en una atmósfera creada para el arrobamiento. Espectadores que se hunden, como peces sin parpadeos, en los juegos de luz hasta ese momento de sugestión máxima en el que, por efecto de un haz sobre el que Lev derrama un poco de arena, vemos a una bailarina moviendo sus piernecitas de fantasma (la bailarina es una trampa lumínica) ante la expresión de ese ¡oh!, inevitable, en boca de todos o de casi todos. Cuando los espejos se agotan y los gestos se acaban, cuando estamos alcanzando a Lev en la memoria de Lev, nos damos cuenta de que Lev ha recordado cuál es su brazo izquierdo —el que sostiene una lámpara— y de que Lev está preparado para volver a llamarse Lev entre nosotros.
De acuerdo. En escena, con minuciosa exactitud, algo bello ha sucedido. ¿Sólo eso? ¿Sólo el momento que se diluye y ya casi no existe cuando salimos? Tal vez sí. Tal vez no. Prefiero apuntarme a la segunda de las opciones. He aquí el razonamiento que inclina mi preferencia:
Durante el lapso de tiempo en el que estamos todos fascinados con lo que vemos sobre el escenario, el personaje Lev no dice una sola palabra pero el ambiente sonoro incluye varias voces en off. Una es la del médico que anuncia que la bala ha sido extraída, otras pertenecen a personas que hacen preguntas sobre lo que Lev recuerda y le ayudan, con esas preguntas, a reencontrar su memoria y otra es la de un locutor de radio que anuncia el éxito de la puesta en órbita del satélite Sputnik 2, ése que llevaba en su interior a la perrita Laika, primer ser vivo que, en noviembre de 1957, fue llevado fuera de la atmósfera terrestre. La puesta en escena refiere el drama de un soldado ruso sin memoria y, por momentos, el ambiente sonoro incluye a una voz en off hablando del Sputnik. No hay gratuidad en el teatro bien construido, luego entre Laika y Lev debería existir una relación interpretable como parte del concepto artístico que la obra expresa. ¿De qué manera es significativa esa inclusión referencial del Sputnik y de Laika? Por una parte, es posible que la mención del Sputnik tenga una función contextualizadora puesto que sitúa el momento en el cual Lev está escribiendo su diario y viviendo el proceso de recuperación de sus recuerdos. Ese locutor de radio podría ser parte del entorno histórico de Lev, una voz que Lev escucha y que, así, lo sitúa en un marco de coordenadas temporales determinado. Por otra parte, probable es que haya algo más que contexto histórico en la mención de Laika, y ese “algo más” es el que otorga, a esta puesta en escena, la dimensión generalizadora y, digámoslo así, trascendente de la que antes hablé. Es coloquial el uso de la expresión estar en la luna para referirse a una persona que está fuera de la realidad o que se ha distraído. No es difícil, entonces, relacionar dicha pérdida de realidad por desmemoria de Lev con la puesta en órbita de Laika. Más aún, yo veo en la puesta en escena de Muta Imago una delicada metáfora de la soledad. Dado que el recuerdo funciona como articulador de una realidad objetiva cuya objetividad es convencional y colectiva (nos construimos como individuos a partir de códigos culturales como el lenguaje hablado), una circunstancia como la pérdida de la memoria desvinculará, a quien la padece, de ese acuerdo colectivo que instaura una realidad, dejando a esa persona por fuera de dicha realidad por desconocimiento de los referentes compartidos. La comunicación requiere el conocimiento de lo convencional colectivo. El olvido de dicha convención supone la incapacidad de comunicación y, por tanto, la caída en un abismo de subjetividad. ¿En qué se parecen Laika en órbita y Lev desmemoriado? Laika y Lev son cuestionamientos metafóricos de la posibilidad de comunicación en ausencia de referentes compartidos; Laika y Lev son metáforas de la más profunda e impenetrable soledad.
Finalizando el tiempo de la puesta en escena, una voz en off le pregunta a Lev qué es lo que ve cuando mira por la ventana mientras que Lev, con cuerdas que lo levantan del suelo, imita el paso de un astronauta liberado de ataduras gravitatorias. De manera simultánea, una ristra de lámparas que apuntan directo a los ojos de los espectadores (lámparas en el suelo del foro enfocando hacia el patio de butacas) empiezan a disparar rayos fotónicos de altísima potencia. Nuestros ojos parpadean, quedan atónitos y lloran de fulgor antes de cerrarse. Ese aullido de luz nos taladra y nos incluye en la desmemoria de Lev: un drama que empezó con el destello de la explosión que le trepanó la zona de memoria en la cabeza. Ese grito de luz nos apunta y nos convierte en Lev, nos enmudece y nos pierde en el abismo de nuestras propias e individuales preguntas. De repente, estamos ciegos de luz y solos, atentos en el miedo de esa sencilla certeza: estamos solos, escuchando la ironía de una voz que nos pregunta: «cuando mira por la ventana, ¿qué ve?».
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 11 de junio de 2009