miércoles, 27 de marzo de 2013

"Hay que destruir el teatro o vivir en el teatro" (Federico García Lorca)

Del Manifiesto del Día Mundial del Teatro 2013, por Darío Fo:

"Por tanto, la única solución a la crisis se basa en la esperanza de que se organice una gran caza de brujas contra nosotros y especialmente contra la gente joven que desea aprender el arte del teatro: Una nueva diáspora de Comediantes que, desde tal imposición, sin lugar a dudas provocará beneficios inimaginables por el bien de una nueva representación".

Traducción de Fernando Bercebal Proyecto ÑAQUE
 

miércoles, 28 de marzo de 2012

"on the question of what it means to be human"


"May your work be compelling and original,
may it be profound and touching, contemplative and unique,
may theatre help us to reflect on the question of what it means to be human,
and may that reflection to be blessed with heart, sincerity, candor and grace. [...]
May you be blessed with the talent and rigor to teach us about the beating of the human heart and all its complexity, and the humility and the curiosity to make it your life's work.
And may be the best of you -for it only be the best of you, and even then only in the rarest and briefest moments- succeed in framing that most basic of questions: how do we live."
-John Malkovich-
(World Theater Day Message 2012)

domingo, 31 de octubre de 2010

EL ALCALDE DE ZALAMEA: «Loco de tan buen capricho»

El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. Compañía Nacional de Teatro Clásico. Versión y dirección: Eduardo Vasco. Ayudante dirección: Héctor del Saz. Intérpretes: Joaquín Notario, José Luis Santos, Eva Rufo, David Boceta, Isabel Rodes, David Lorente, Pepa Pedroche, Ernesto Arias, Pedro Almagro, Miguel Cubero, Alejandro Saá, Alberto Gómez, José Juan Rodríguez, David Lázaro, Diego Toucedo. Asesor de verso: Vicente Fuentes. Espacio sonoro: Eduardo Vasco. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Lorenzo Caprile. Escenografía: Carolina González. Percusión: Eduardo Aguirre de Cárcer. Viola de Gamba: Alba Fresno.
Madrid (Teatro CNCT, Pavón), miércoles 20 de octubre de 2010. 20:00h. Duración: 1 h. 55’.


Cuando entramos al patio de butacas nos golpeó una atmósfera adensada por el ruido. Grupos de jovencísimos asistentes al teatro llenaban el lugar con una excitada algarabía que celebraba la oportunidad de estar aprendiendo clásicos por fuera del aula de clase. Allí, en el Pavón, los chicos habían sido “encerrados” para ver, puesta en escena, una encarnación de Pedro Crespo, aquel alcalde de Zalamea que, como suele suceder siempre que reencarna, trae consigo el nada desdeñable fantasma de Calderón. El reto, por tanto, era inmenso y recíproco: para los adolescentes, consistía en superar, sin adormecimientos ni sentimientos de angustia, los más de noventa minutos de diálogo en octosílabos con rimas asonantes y libres de ripios tipo short message service. Para los actores, el reto consistía en seducir —y mantener— la atención de público tan disperso, tan diverso, tan contemporáneo, tan febril, e intentar decir algo de lo que Calderón dijo, siendo fiel al espíritu de aquella época sin disonar demasiado en el espíritu de ésta, o, lo que es lo mismo, actualizar en escena un clásico que, por ser un clásico, debería ser infinitamente actualizable. El reto del verso en los oídos de un público acostumbrado al prosaísmo del chat es un reto comparable al de convencer a un monarca de que también es justa la justicia de un villano o, lo que es lo mismo, un reto difícil de resistir. Más aún, cuando el reto contempla la tentación de poner en pie, sobre el universo paralelo de las tablas, a Pedro Crespo, personaje entrañable donde los haya, y cuando quienes deciden ponerlo en pie, acompañado de familia y amigos, son los actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, dirigidos por Eduardo Vasco. Aceptado el reto, había que llevar el verso hasta la verdad de sus significaciones sin sacrificio de la musicalidad, ponerlo en pie con la magnífica modestia de esa calderoniana desnudez textual carente de acotaciones, hacer verosímiles los muchos apartes sin prescindir de la mayoría de ellos, y esperar el resultado. Era Calderón en boca —y en manos— de expertos: dos razones, como pocas, para convencer. Y convencieron.

Convencieron desde el primer redoble que distribuyó a todos los actores sobre las tablas para empezar con los cantos y las chanzas, que dan inicio a la obra, de un grupo de soldados cansados en su paso hacia Portugal. Ataviados con la sencillez que se supone propia de personas tales en época tal (1580), los soldados pusieron en marcha la máquina de la representación teatral con un rítmico arranque de color y de humorismo que captó, de manera inmediata, las voluntades diluidas en el patio de butacas. Convencieron a medida que iban haciendo su aparición los demás actores, en cuanto el escenario se vestía de Zalamea gracias a un único panel de madera que descendió para marcar la convención que nos situaba en la casa de Pedro Crespo. Y convenció, vaya si convenció, Pedro Crespo, ese corazón grande encarnado en la piel de Joaquín Notario quien conmovió, desde el principio, al expresar, con tierna rudeza y brillo en los ojos, su amor por la mies de su labranza. Y silenció el auditorio el Don Lope de José Luis Santos, espléndido en la quietud, en la magnífica voz que no se rasga, en el control de los gestos, en su perfecta imitación de una cojera llevada, no sin dolor, pero con elegancia. Joaquín Notario y José Luis Santos, como dos portentos frente a frente, hablando las palabras de Crespo y Don Lope, descubriendo recíprocamente la dignidad del que, por igual en la fuerza, sólo puede ser un amigo. Santos y Notario, Don Lope y Crespo, devorando la atención de los insumisos, triunfantes en el reto de inundar el patio de butacas de un silencio nítido. Entonces todos olvidamos la prosa contemporánea para empaparnos en el verso y en su delicioso anacronismo, ese verso actualizado al punto de parecer, con rima, con música y con ritmo, el modo más normal de hablar.

Y gustó la meta-teatralidad que emplaza sillas a los costados del escenario en las que los actores, “en neutro” (fuera de caracterización), esperan su turno para actuar. Y qué bonito es que esas sillas sean todas las que entran y salen de escena para convertirse en escueto mobiliario cuando este es necesario, y que, una vez, también le sirvan de Rocinante a ese Don Mendo capaz de convencernos de que su silla es un caballo. Y cuánto se agradecen las ligeras actualizaciones del texto que, quitando lo que puede incluirse sin palabras (Inés no se despide de Juan diciendo «Nada te digo / con la voz, porque los ojos / hurtan a la voz su oficio». A cambio de despedida tal, la representación sugiere una relación íntima y juguetona entre los dos primos que no es explícita en el texto), se permite decir «jabón» en lugar de «greda» para facilitar su comprensión.

Y agradaron las soluciones del espacio escénico el cual, dividido en tres fondos con ayuda de dos paneles de madera y un telón que se usarán consecutivamente durante las distintas jornadas, convirtió la desnudez de una caja negra en un espacio versátil. El primer panel hace que el escenario se convierta tanto en el exterior de la casa de Crespo, como en el interior de la misma casa en el que se resguardan Isabel e Inés. Más adelante, desnudo nuevamente el espacio, el telón de fondo se abre para dejar al descubierto una serie de cilindros delgados, a manera de barrotes, como representación abstracta del monte en el que Isabel es ultrajada y su padre atado. Completan las decisiones escénicas otro panel de madera, más grande que el primero, que sirve como una pared cualquiera ante la que Pedro Crespo implora al Capitán que cumpla con su deber y le devuelva su honor.

Y hubo acierto en el uso de la luz como protagonista de un diseño escénico que utiliza el recurso del claroscuro, tan propio de la pintura de la época calderoniana. Sin olvidar que El alcalde de Zalamea, ya en tiempo de Calderón, es una pieza de teatro histórico y que, por tanto, hablar de barroco constituye un ligero anacronismo en el tiempo representado, hay barroco en la arquitectura de la luz. Los intencionados contrastes lumínicos, no sólo separan espacios de representación sino que, además, realzan volúmenes y rasgos gestuales, convirtiendo algunas de las escenas en cuadros de impecable disposición pictórica. Recuerdo, por ejemplo, el cuadro que sintetiza el primer encuentro entre Pedro Crespo y Don Lope: el perfecto control de los movimientos acompañando la lenta gravidez de las palabras que, en el centro de la luz, pesan como verdades recién inventadas. Consciente de que Velázquez no pudo haber pintado a Felipe II, recuerdo la encarnación tridimensional de un retrato a la manera de Velázquez, cuando aparece en escena, enmarcado por las sombras que rodean un chorro de luz cenital, la figura de Felipe II. Y recuerdo una sucesión equilibrada de disposiciones escénicas en claroscuro que mantuvieron mis ojos al borde de las lágrimas causadas por la firme decisión de no parpadear para no perder un ápice de la escena/cuadro durante el parpadeo.

La representación sucede de manera fluida, con un ritmo marcado que acelera, sin accidentes, su tempo desde la primera aparición de los soldados hasta el rapto de Isabel. Dicho rapto constituye un momento de clímax en el que la acción colapsa, entra en pausa o se detiene en fundido a negro, para volver a la abstracción convincente de los montes donde Isabel (Eva Rufo) efectuará su monólogo. Eva Rufo, cuyas apariciones siempre vienen enmarcadas por el melancólico sonido de una viola de Gamba, se enfrenta, también en claroscuro, a uno de los más difíciles monólogos femeninos del teatro clásico español. Un monólogo que, tal vez por difícil —es el monólogo de una mujer virgen que acaba de ser violada—, se hace largo y franquea la frontera de lo dramático para caer, de manera que casi duele dada la perfección que venía rozando la obra, en la comicidad. ¿Era necesario subrayar la dificultad con la áspera melancolía de la viola? Es el punto de inflexión hacia la solución del conflicto y, también, el momento más frágil de la representación, salvado casi de inmediato por la voz de Pedro Crespo, en su camino, ya como alcalde, hacia su conmovedora e inverosímil —el padre de una hija violada implora al violador que le devuelva su honra, casándose con ella— comprensión de lo humano. Cuando Joaquín Notario se pone de rodillas frente al desdeñoso —y menos convincente— Capitán (Ernesto Arias), el aliento vuelve a quedar suspendido ante la certeza de que Notario dice cosas imposibles con un fraseo, un tono de voz y una profundidad que las hace, más que posibles, únicas. Un segundo después, y ante el rechazo del Capitán, el hilo invisible que tiene prensados nuestros sentidos se distiende para permitir el movimiento final: gente se mueve por el escenario, se llevan al Capitán a la cárcel, Don Lope regresa (el público se emociona ante el reencuentro), vuelven a discutir los dos amigos encarnados en dos actores grandísimos que, otra vez, nos dan lecciones sobre la manera en que el verso se dice para ser perfectamente comprendido, llega el rey quien, como un retrato real habla, se mueve poco y queda convencido, el Capitán es ajusticiado y entran todos al centro de la escena en achispada algarabía, con Chispa, con coro, con risa y con canto.

El aplauso fue ovación que llamó cinco veces a los actores al proscenio, exigida su presencia por un seducido público indomable y, tal vez por eso, doblemente agradecido. Una amiga me contó cómo alguien que estaba detrás suyo, en el patio de butacas, había comentado, durante la función, que no sabía que el teatro de Lope era tan bueno, a lo que otra persona contestó, con firmeza, que eso no era Lope sino Calderón, y que sí, que cualquiera de los dos era muy bueno. Sí. Fue despiadadamente bueno. Calderón tuvo mucho que decir. Sobre todo porque estaba puesto en escena como si su época y la nuestra fueran la misma, como si el tiempo se hubiera replegado para ponernos exactamente en la Zalamea de 1580, llevados de la mano de un director que, con este montaje, ha esculpido su varita de demiurgo en la artesa de la perfección.

Cuánto gusta el teatro que nos hace olvidar la incomodidad de las butacas. Cómo gusta que, ya porque la representación se ha hecho fugaz, ya porque este Alcalde de Zalamea está representado como si hubiera sido escrito hoy, el teatro nos haga olvidar, o revivir, el tiempo.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 29 de octubre de 2010

viernes, 26 de febrero de 2010

UN DIOS SALVAJE: «Lo gordo ya está»


Un dios salvaje (Le dieu du carnage), de Yazmina Reza. Versión: Jordi Galcerán. Dirección: Tamzin Townsend. Ayudante dirección: Ayanta Barilli. Intérpretes: Aitana Sánchez-Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce, Antonio Molero. Vestuario: José Juan Rodríguez, Paco Casado. Diseño iluminación: José Manuel Guerra. Diseño de escenografía: Ana Garay. Espacio sonoro: Isabel Montero. Diseño gráfico: Javier Franco. Fotografía: Rubén Martín. Producción: Marisa Pino, Carlos J. Larrañaga.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 19 de febrero de 2010. 21:00 h. Duración: 1 h. 30’.
Llegar al teatro y encontrar, en lugar de telón cerrado, un velo translúcido sobre el que está dibujado un rasguño es un anuncio de lo que nos disponemos a presenciar. Un rasguño dibujado sobre un velo que insinúa los contornos de un primoroso salón de perfecto decorado minimalista. Un zarpazo sobre la perfección de la más sosegada civilidad.

Tras el zarpazo, un rugido de música que, muy entre comillas, llamaré «primitiva». Tambores y gritos. El llamado de hombres que bailan como el fuego, en torno al fuego. Esa música, repetida al finalizar la función, será lo único distinto de las voces que se oiga en un montaje destinado a subrayar la importancia de (la falsedad que ocultan) las palabras. Tras el zarpazo y el grito de esa música sin pentagrama, los rostros de dos mujeres hermosamente burguesas, sonríen —se sonríen— sobre el confort de un sofá de color morado. Una de ellas lee, en un cuaderno, el documento que ha reunido a las cuatro personas —dos hombres, dos mujeres— en ese salón de hogar. El texto leído es como el zarpazo: golpea en los oídos del espectador como una mancha negra sobre el lienzo blanco de la elegancia de los que, a dicha reunión, concurren. Un niño de nueve años, «armado con un palo», le ha sacado, de un golpe, dos incisivos a otro niño. La mujer que lee es la madre del niño atacado. El salón es el de los padres del niño que ha quedado sin dientes. Los invitados, los padres del niño «salvaje». La cordial intención de todos es resolver, con la civilidad que cabría esperar de adultos con educación superior situados en la clase media acomodada, el problema de los niños. Por eso intentarán hablar, entre tarta de manzana y café, sobre los motivos, resultados y procedimientos que enmarcan el violento suceso. Las mujeres charlan acerca de la belleza de los tulipanes. Los hombres se preguntan por sus respectivos trabajos. Mientras tanto las uñas se van afilando, con toda la asepsia que el salón requiere, como sutiles sarcasmos entre la espuma de las sonrisas y la cortesía que suele enmascarar la insinceridad de las frases hechas.

Después de una corta puesta en situación que nos muestra a un abogado, vestido de traje, interrumpiendo frecuentemente la conversación al contestar, mientras devora trozos de tarta, un incansable teléfono móvil por el que da instrucciones acerca de cómo ignorar los nocivos efectos secundarios de un medicamento, y que nos muestra, también, a las mujeres opinando sobre la más adecuada educación de los hijos, seremos sorprendidos, como espectadores, con la gran metáfora escénica que sintetiza la tesis de Un dios salvaje: la mujer invitada expulsará, con fuerza de volcán agitado, todo su malestar estomacal sobre los descatalogados y exclusivos libros de Kokoschka que adornan y elevan de cultura la mesita de la sala. El vómito como metáfora de nuestra verdad: el instinto vital, en plenitud de su escatología, sigue al mando de todos nuestros actos e intenciones, a pesar de todos los intentos por hacer que la urbanidad de las buenas maneras y el imperio de lo políticamente correcto rijan nuestro mundo. Una postura desde la cual la civilidad no es más que una máscara inútil para ocultar la verdad de nuestro esencial salvajismo.

Esa es la tesis, y los actores de esta puesta en escena encarnan, con mucha altura, la densidad del texto dramático que nos ofrecen. Hay una Verónica, una Ana, un Miguel, un Carlos pero los nombres son poco importantes en una pieza en la que cada personaje representa una impostura distinta. Lo importante es la manera como hacen vivir, sin excesos, al tipo de ser humano al que caracterizan. Y los cuatro lo logran, haciendo evolucionar a sus respectivos personajes mientras los llevan desde la aparente calma hasta el más grotesco esperpento. Entre los cuatro están Maribel Verdú y Antonio Molero bordando, con extraordinaria finura, dos papeles sutilmente tragicómicos y difíciles. Porque es difícil hacer que una mujer que es, ante todo, la bonita y callada esposa de un abogado, pueda hacer que su discurso, su tono y sus gestos se desplacen, con fluidez y sin caídas de ritmo, hacia los que corresponden a una persona mordaz y pesimista, decidida en la fuerza de su violencia. Maribel Verdú hace que el proceso sea imperceptible pero efectivo, y convence desde la sonrisa inicial hasta el llanto final de esa desesperación en medio de la cual afirma, después de haber destrozado con furia los celebrados tulipanes, que ese es el día más amargo de su vida. Y está espléndida, así, en el proceso que la lleva desde la contención hasta el sarcasmo, en la delicadeza de su burla cuando hace, también con ternura, los gestos de “cu-cu” a su marido, en la maestría con la que puede encarnar a una mujer ebria sin traspasar esa delgada línea que habría convertido a dicha mujer en una caricatura inaguantable. Y porque, también, es difícil hacer que un hombre que se comporta como un hijo bueno, como un marido bueno, como un padre bueno, como un honrado vendedor de pomos para tuberías que cumple con todos sus deberes hogareños, avance con certeza en el proceso que lo convierte en un hombre que sabe levantar la voz y quejarse, entre risas burlonas, de la locura de su esposa. Antonio Molero se saca la camisa del pantalón y empieza a hacer que todos creamos, entre risas que él logra hacernos reír sin hacernos sentir estúpidos, cada una de las palabras que nos está diciendo. Antonio Molero se pone los guantes y limpia, con el acierto de la exageración que hace reír sin caer en lo fácil, el vómito que ha manchado la sala. Y, como quien no quiere la cosa, termina su faena diciendo que «lo gordo ya está» justo en el momento en el que «lo gordo» apenas empieza. Aitana Sánchez Gijón y Pere Ponce orquestan, en torno a Maribel y Antonio, un dignísimo contrapunto, más tipificado, más caricaturesco, menos humano, más excesivo. Pero agradable, como un acorde menor cuyos semitonos son, aunque menos luminosos, necesarios.

En el juego de cuatro a dos bandos hay alternancias —pareja contra pareja, mujeres contra hombres, pareja contra pareja— que quedan exquisitamente dibujadas en la cuidada coreografía de los movimientos. Los cuatro actores caminaron en la sala y, nunca, durante la función, uno quedó por delante de otro. Los pasos y el movimiento de los cuerpos estaban medidos, de tal modo que todos los momentos estaban visualmente equilibrados en una danza que armonizaba el volumen de los cuerpos vivos con la disposición espacial de los muebles en el escenario. El espacio escénico, así, estaba limpio de ruido gestual y parecía imitar el equilibrio fijo de los cuadros. Hubo, también, un uso eficaz de los silencios: como en ese momento en el que están todos sentados, uno al lado del otro, en el mismo sillón, declarando lo mucho que todos se parecen, más allá de las diferencias aparentes, en su «salvajismo» individualista, en su solísima soledad de luchadores solitarios. Ese momento semi-quieto —permítaseme la licencia de decir “escultórico”— en el cual la coreografía hace que todos beban de sus copas al mismo tiempo es el más acertado acorde visual que he tenido la suerte de ver puesto en escena en mucho tiempo. Si algo pudiera oponer a esa danza, si la armonía de los gestos no me hubiera robado el aliento en muchos momentos, diría que los altísimos zapatos de tacón sobre los que caminan Aitana y Maribel restan fluidez a los pasos e interfieren en el ritmo de la coreografía a la que me estoy refiriendo. Preguntaría sobre cuál es la necesidad de desazonar a las actrices de esa manera y advertiría sobre lo mucho que se ganaría haciéndolas caminar con zapatos más cómodos.

Así ha quedado todo —actores, espacios, gestos, coreografía y escenografía— bien dirigido y dispuesto para que resalte, con fuerza de zarpazo en la cotidianidad de los espectadores, un texto impecablemente aristotélico por su unidad de tiempo (el tiempo de la acción es igual al tiempo de la representación), su unidad de espacio (toda la acción sucede en el salón de ese apartamento) y su unidad de acción (con introducción, nudo y desenlace perfectamente identificables) que activan un dispositivo ideológico potente, delicado, clásico y peligroso. Como el mejor teatro puede ser. Una bomba de relojería pronta para estallar en las tersas superficies del confort que nos acoge en el patio de butacas, al decirnos lo que todos tragamos sin hacernos preguntas justo antes de deshacernos en aplausos: que nuestro salvajismo es incurable, que no hay manera de controlarlo que somos, igual que un roedor, omnívoros en el sentido menos metafórico de la palabra pues comemos cosas vivas y, por tanto, nos devoramos unos a otros.

Sin embargo, como todo está dicho para ser contraargumentado y, de esa manera, verificado, podemos empezar a cuestionar esa tesis del salvajismo como lugar inevitable. Es convincente, sí, porque es un lugar común. ¿Quién después de Darwin se atreve a ser antropocéntrico y pensar en el ser humano como algo más que un grupo de homínidos? A pesar de ello, ¿quién pondría en duda que es necesario seguir venciendo, a fuerza de educación y civilidad, aquel instinto que nos impulsa al egoísmo de la propia y sola supervivencia individual? Es posible que el instinto animal también abarque la solidaridad que garantiza la supervivencia del grupo y, por tanto, la posibilidad de la ternura que hace grato el ejercicio de dicha solidaridad para quienes lo ejercen. Porque a sabiendas de que somos ni más ni menos que un eslabón más en la cadena alimenticia, una especie animal como tantas otras, es cierto que siempre habrá modos de hacer que nuestro «estado de naturaleza» (léase el Leviatán, de Hobbes) sea lo menos perjudicial posible para nuestro propio entorno.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 26 de febrero de 2010

domingo, 20 de diciembre de 2009

NOVIEMBRE: «Todo es un error»

Noviembre, de David Mamet. Versión y dirección: José Pascual. Intérpretes: Santiago Ramos, Ana Labordeta, Cipriano Lodosa, Jesús Alcaide, Rodrigo Poisón. Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós. Diseño de iluminación: Felipe Ramos. Técnico de iluminación y sonido: Francisco García. Ayudante de dirección: Luis Sánchez. Jefe de producción: Raúl Fraile. Ayudante de producción: Juan Antonio Lozano. Productor ejecutivo: Jesús Cimarro.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 18 y sábado 19 de diciembre de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.

¿Por qué aplaudimos y a qué?
—Peter Brook—

Todo es un error.
—David Mamet, en Noviembre


Cuando el telón desnudó la cuarta pared, no pude dejar de sorprenderme. Las otras tres paredes (léase el foro y las paredes laterales del escenario) estaban completamente vestidas de estuco, a la manera de las paredes de la vida real, adornadas con sus correspondientes cuadros decorativos, y enriquecidas funcionalmente gracias a dos nichos de anaqueles en los que se ordenaban algunos libros, estatuillas y relojes. El escenario estaba alfombrado de azul y ahíto de muebles (escritorios, mesillas, sillas, sillón) sobre los que se esparcían varios teléfonos fijos: esos antiguos aparatos de cable ensortijado que resaltaban sobre tanta intención realista como un nocaut de anacrónico resplandor. También había un ventanal que, como el de cualquier despacho que se precie, dejaba ver la niebla del exterior y las ramas desnudas de los árboles cuando ya los ha despoblado el otoño. Dentro de este escenario vestido se podía abrir una elegante puerta de madera que conducía a un pasillo cuya pared, con cenefa a juego con las del despacho, lucía adornada con otro cuadro de estilo romántico retratando alguna batalla de independencia en donde los héroes hacían alardes de fuerza debajo de una lamparilla dispuesta para resaltar el claroscuro. Las tres paredes eran una reproducción agresivamente veraz del interior del despacho presidencial de la Casa Blanca, del interior de un despacho lujoso. Agresivamente veraz. Porque es cierto que nuestro tiempo cinematográfico —este tiempo en el cual lo teatral es expresivo-lumínico-diluido-desnudo— ha descubierto nuevos códigos para lo teatral desde cuya perspectiva el nuevo espectador resiente, como una gran mentira, la pesadez realista de los decorados. El escenario, alfombrado, repleto de muebles y bien surtido de teléfonos, no dejó de sorprenderme porque hacía mucho tiempo que yo no veía un escenario tan aparatosamente “realista” sobre un escenario. Y esta sorpresa sería, para mí, sólo el principio de un prolongado disgusto, porque a la primera palabra del protagonista —esa caricatura de un presidente de los Estados Unidos— ya me había dado cuenta de que tanto despliegue de caoba y de teléfonos no podría ocultar lo falaz, la perfecta ausencia de lo necesario.

¿Qué sucedió después de que el telón desnudara la invisibilidad de la cuarta pared? Nada. La caricatura del presidente de los Estados Unidos empezó a gritar y no dejó de gritar hasta que el telón volvió a cerrarse. El abogado, su secuaz, no dejó de seguirlo por todo el despacho intentando poner un poco de tino en su desatino verborrágico. La escritora de discursos no dejó de estornudar (el personaje había viajado a China, para adoptar una niña, y se había contagiado de la gripe aviar) y de intentar encarnar el decoro de aquellos quienes, trabajando en la más completa anonimia, son los que ponen de pie la economía de los países. El hombre de los pavos puso su dignidad de sombrero de ala ancha y traje de color claro en defensa del absurdo de la economía de mercado y una caricatura de hombre indígena hizo burla de su propio dardo envenenado. El absurdo caricaturesco que, en principio, sostenía, no sin cierta simplificación, la acidez de la sátira política, habría podido tener sentido escénico, si los actores hubieran actuado desde la comprensión profunda de absurdo tal. Porque por todos es sabido que los modos oblicuos del discurso —la sátira, la ironía, el absurdo— suelen velar un sentido para destacarlo, y cuando los actores han comprendido ese sentido pueden enriquecer el discurso de sus personajes haciendo uso de matices sonoros y de pausas discursivas que subrayen, veladamente, la falta de obviedad de lo que se debe ver. Pero no sucedió así. Las palabras en boca de los actores en escena salían dichas con prisa, en aras de un, tal vez, mal entendido ritmo, con el agotamiento auditivo como única reacción posible en los espectadores. Y hablo de ritmo mal entendido porque, para ser tal, el ritmo debe añadir pausas y matices al crescendo del tono y la velocidad. La función de memorizar palabras estaba bien cumplida por el reparto, pero no así la más obligatoria necesidad teatral de hacer que cada palabra sea dicha como consecuencia de un entramado de actitudes y gestos que, siendo mucho más que la palabra misma, necesita la palabra para concretarse.

Todos, pero sobre todo el personaje presidente, decían muchas palabras. Las palabras, como ya he observado, se desprendían de las bocas de los actores sin haber establecido ninguna relación previa ni con el gesto ni con la intención de los personajes. ¿Qué decían esas palabras? El presidente buscaba enriquecerse con el dinero de los cultivadores de pavos, haciendo su aparición ante las cámaras con un discurso prestado. El personaje-presidente podría haber encarnado, de manera satírica, la corrupción de las más altas esferas del poder, pero el actor, con una voz de tono descontrolado y hablando a una velocidad que descargaba de matices cualquier frase, deshizo el efecto de la sátira en una colección de gags para la risa fácil (recuérdese la expresión y el tono usados para referirse a su mujer como una “cotilla”). Problemas similares enfrentaron los personajes secundarios quienes perdían toda fuerza interpretativa ahogados en ese tumultuoso fluir de los gritos del presidente. Gestos falseados (en el hombre de los pavos, en el indio cuyo descontrol gestual era casi triste de ver) sobre decorados recargados, sin embargo, no ahogaron del todo la única delicadeza del montaje: la extraña y más callada dignidad de ese abogado (Cipriano Lodosa) quien, con voz menos ruidosa, desea librar al presidente de su ruina política proponiéndole que traicione a su escritora de discursos. Un abogado vil, pero con gestos pulidos para representar esa vileza que, en escena, sólo es producto de haber realizado un buen trabajo.

Antes hablé de la perfecta ausencia de lo necesario. Porque si hay algo necesario en teatro es hacer sentido (también con el absurdo) de manera que la vida se transforme o de que, con menos pretensión, la experiencia de acudir al teatro pueda llenar la cotidianidad de un día normal con algo distinto. Si no es así, habría que empezar a preguntarse para qué vamos al teatro, pregunta que nos llevaría a una larga digresión. Sin desviarnos, por tanto, del asunto, querría insistir en el hecho de que esta experiencia de Noviembre en diciembre me ha resultado tan anodina como anónima es la muerte de esos miles de pavos que, sin haber sido indultados por el presidente de los Estados Unidos, mueren el Día de Acción de Gracias. Pero evitemos las autocomplacencias y volvamos a empezar. Afirmemos que toda experiencia teatral es positiva porque, aunque no guste, no transmita, no comunique y aburra, puede, tras larga reflexión, enseñar algo sobre las propias preferencias y, por tanto, sobre la propia vida. Desde ese punto de vista es posible que esta puesta en escena de Noviembre pudiera haber dejado claro que la vida de un despacho en la Casa Blanca es increíblemente frívola, insoportablemente ruidosa, mínimamente lógica, ínfimamente inteligible. De eso se tratan las hipérboles de la sátira. De acuerdo. Pero el montaje adolecía de algo difícil de excusar: era ostentosamente aburrido, ruidosamente falto de intensidad. La intensidad en la voz está lejos de ser garantía de intensidad escénica, de hecho casi nunca se encuentran en proporción directa. El montaje era aburrido porque las voces estaban fuera de control y siempre tintineaban con el mismo tono despojado de significado. Lo de ayer era una puesta en escena que, desde mi punto de vista, ocultaba con creces los mejores puntos de la comicidad ácida del texto y resaltaba la caricatura fácil. Si alguien pudo disfrutar de los gags y no estar mortalmente aburrido, sinceramente me alegro.

Es extraño, hoy en día, ver un teatro con escenografías tan rígidas, tan estucadas, tan poco necesitadas del juego de luces, tan costosas. Pero un montaje rara vez queda arruinado por un desacierto escenográfico, si las interpretaciones logran llenar de sentido ese supuesto desacierto. Un espectador siempre podrá imaginar una puerta, un recinto, un escritorio, un despacho, si hay, en la actuación, vida que impulse el ejercicio imaginativo. En este montaje de Noviembre yo sólo escuché gritos. Y, a los cinco minutos de descubierta la cuarta pared (las otras tres estaban ocupadísimas), me descubrí deseando que alguien dejara de gritar cuanto antes. Esta puesta en escena de Noviembre tenía demasiado escenario para tan poca vida y demasiado alarde para tan poco teatro.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 20 de diciembre de 2009

martes, 7 de julio de 2009

[purgatorio]POPOPERA: Cables de una coreografía literaria


[purgatorio] POPOPERA. Emio Greco PC (Holanda). Coreografía, luces y concepto de sonido: Emio Greco Pieter C. Scholten. Composición: Michael Gordon. Música y danza: Víctor Callens, Vncent Colomes, Emio Greco, Marie Sinnaeve, Suzan Tunca, Jesús de Vega Gómez. Vocal: Stefanie True. Escenografía: Marc Warning. Proyecciones: Joost Rekveld.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Liceo, martes 9 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 1h05’.
In heaven everything is fine.
—David Lynch, Eraserhead (1977)—

Bellamente infernales,
llenan el aire de hechiceros veneficios
esos siete mancebos. Y son los siete vicios,
los siete poderosos pecados capitales.
—Rubén Darío, «El reino interior» en Prosas profanas
Debo decir que me gustó. Y debo decirlo con cautela —con toda la cautela que impone el saber que estoy hablando desde la subjetividad del gusto— porque [purgatorio] PopOpera convenció poco, a pesar de haber sido celebrada con sonoros aplausos. Tal vez, porque el riesgo de las guitarras eléctricas era de drástico claroscuro: o se odiaba o se amaba. Y a mí la aventura del Dante que se enreda de baile entre guitarras me amarró con cuerdas eléctricas a una coreografía inteligente, fluida y, si cabe, literaria.

Recuerdo cinco guitarras erguidas al fondo de un escenario sin telas, un escenario dispuesto a manera de cubo con piso brillante para deslizarse. A nuestra derecha (la derecha del espectador) una proyección minimalista alternaba letras que asignaban a cada día de la semana uno de los siete pecados capitales. Lunes: soberbia, martes: envidia, miércoles: ira, jueves: pereza, viernes: avaricia, sábado: gula, domingo: lujuria. Y también recuerdo luz, chorros de luz azul. En la esquina posterior derecha del escenario, una escalera con siete peldaños: cada peldaño más angosto que el inmediatamente inferior hasta llegar al último con el tamaño apenas suficiente para una sola persona. Es decir, una escalera que se estrechaba hacia arriba como símbolo de la dificultad del ascenso. Y todo esto agrupado bajo la expectativa del título de la puesta en escena: [purgatorio] PopOpera. Guitarras para el pop, siete peldaños y listado de pecados capitales para el purgatorio. Insisto en que la propuesta me gustó. Y mucho.

Porque fue como asistir a una ilustración cinemática del purgatorio de Dante Alighieri. El espectáculo empieza con el desfile de una mujer que, cantando ópera, se dirige por el corredor central del patio de butacas hacia los tres escalones que llevan hasta el proscenio del escenario. Esta mujer va dirigiendo los pasos de un hombre quien, una vez sobre las tablas, se desplazará hasta la escalera de los siete peldaños que antes he identificado como un símbolo de ascenso. En el «Purgatorio» de Dante Alighieri, Lucía rapta a Dante y lo lleva a la entrada de ese purgatorio cuya puerta se abre traspasados tres escalones. Allí, un ángel marcará la frente del Dante personaje con siete letras «p» correspondientes, cada una, a un pecado capital y cuya marca se irá borrando a medida que éste vaya salvando los círculos en los que será ilustrado sobre cada pecado y los modos de evitarlo. ¿He hablado de los tres escalones que acceden desde el patio de butacas hasta el escenario? ¿He mencionado las letras proyectadas a la derecha del foro? Coreografía con guiño literario: la compañía Emio Greco PC se disponía a ilustrar con baile, a la manera de un ballet contemporáneo, la aventura del Dante de la Divina Comedia en su paso por los siete círculos del purgatorio. Entonces, todo me pareció cargado de cierto encanto medieval y decidí estar bien predispuesta para disfrutar ese viaje.

Después todo fue extraño, como debió ser extraña esa travesía del personaje Dante por su purgatorio. Cinco bailarines hicieron alarde de cuerpos en sintonía con sus movimientos puntillosamente exactos. Sus cuerpos, haciendo coro de gestos al unísono, tomaban el lugar de los personajes a quienes Dante encuentra en su viaje, personajes que, a su vez, encarnan causas y consecuencias del pecado capital de su preferencia. Y mientras que los bailarines hacían sus discursos corporales, ese personaje llegado al principio observaba en la escalera simbólica e iba subiendo, peldaño a peldaño, como aquel Dante quien, una vez aprendida la lección sobre el pecado en cuestión, superaba uno de los círculos y borraba una de las marcas de su frente, hasta llegar al último peldaño del ascenso, limpio de pecados capitales. A medida que nuestros ojos se adentraban en ese purgatorio-escenario, los bailarines hacían solos e improvisaciones que más de una vez me dejaron con la boca semiabierta, anhelando para mis músculos una mínima dosis del veneno de ese ritmo que hace que el cuerpo se convierta en el más afinado de los instrumentos. Y así siguieron —de uno en uno, de dos en dos, o los cinco juntos— con una coreografía de la que cualquier cosa se puede decir menos que no había sido trabajada y coordinada hasta el cansancio. ¿Acaso no es la meticulosidad con la que se ha realizado un trabajo un valor a tener en cuenta en la evaluación de una puesta en escena? Independientemente de cuánto nos convenza su temática o su propuesta visual, es difícil negarse al encanto de una coreografía pensada al milímetro y ensayada al sudor, milimétricamente.

Tuve la suerte de ver esta puesta en escena desde el anfiteatro, posición privilegiada para ver los diseños de luz que acompañaban, con minuciosidad técnica, el baile sobre las tablas: círculos de luz cenital sobre un cuerpo, sobre dos cuerpos o ampliada para albergar a cinco bailarines que en ningún momento, con toda la dificultad de sus contorsiones y recorridos, quedaron fuera de foco. También a las luces aplaudí cuando aplaudí. Aplaudí incluso el extraño diseño contemporáneo-esotérico-minimalista que dispuso unos cuantos globos blancos y ovalados, a manera de cuerpos celestes, colgando bajo el cielo del escenario.

He anticipado que las guitarras eran problemáticas, y lo eran porque a todos nos confundieron con su polisemia: ¿Qué significaban? Cinco guitarras eléctricas, ya lo he dicho, esperaban pacientes y erguidas en el foro a que el espectáculo comenzara. Más adelante, los bailarines sacarán a escena otras cinco guitarras eléctricas que rasgarán, al unísono, con un ruidoso sonsonete (ojo: no son músicos, son bailarines) que o intenta decirnos algo o pretende hacernos salir corriendo de ese purgatorio cuanto antes. Con las guitarras en los brazos el baile perdía fluidez y se convertía en otra cosa menos agradable de ver pero, sin duda, gustosa de interpretar. Porque las guitarras eléctricas en el purgatorio de Dante Alighieri son el equivalente coreográfico de la paradoja que da título a la puesta en escena: PopOpera, ópera pop. Porque infiltrar la popularidad del pop en la minoritaria forma operística es un movimiento análogo al de hacer que los personajes del purgatorio medieval hagan ruido con sus guitarras eléctricas, movimiento éste que tiene un fin bastante encomiable: el de acercar al público menos entendido (en ópera o en Divina Comedia) contenidos que, en la prosa del pop o en la poesía de la ópera, siguen vigentes. Actualización de contenidos universales. El purgatorio con guitarras eléctricas es el del escenario y también el del teatro del mundo que nos envuelve cuando, después de haber sido testigos de semejante amalgama, nos enfrentamos al ruido de la calle.

Al acercarnos al final de la puesta en escena, una mujer (la misma que había dirigido, dando voces de ópera, al Dante personaje al purgatorio del escenario) con peluca rubia nos prometerá el cielo. Sabemos entonces que quien canta para nosotros es Beatriz, la mujer quien, en La Divina Comedia, representa la salvación del hombre. La solución de la compañía no es trivial puesto que esta Beatriz nos sorprende con un tema musical que habla de cualquier cosa menos del paraíso, a pesar de afirmar que «in heaven everything is fine». Cualquier cosa menos el paraíso puesto que esa canción es la misma que canta la mujer del radiador en la oscurísima película Eraserhead de David Lynch. Y cualquiera que recuerde esa escena de la mujer del radiador sabe que el guiño cinematográfico que hace la compañía Emio Greco PC es todo lo perturbador que puede ser ya que actualiza la entrada al cielo del personaje Dante con una referencia a una película surrealista en la cual el cielo es poco menos que un lugar del que llueven lagartijas. La propuesta sugiere, entonces, que nos quedemos con nuestro purgatorio. Porque en él, al menos es posible sacar las guitarras eléctricas y saber que se mezcle lo que se mezcle —léase ópera, pop, cine y literatura medieval— será posible encontrar algo de sentido o de belleza. Esa es la visión de un purgatorio pop en el que aplaudí con la satisfacción de haber sido instruida, mediante la danza, en la constante universal que persiste en cada una de los intentos expresivos del hombre, Dante Alighieri incluido: la anatómica y colorida exactitud del barro que nos hace hombres.

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 6 de julio de 2009

jueves, 11 de junio de 2009

LEV: Arquitectura de la soledad

Lev. Muta Imago (Roma, Italia). Dirección: Claudia Sorace. Dramaturgia: Riccardo Fazi. Intérprete: Glen Blackhall. Sonido: Riccardo Fazi. Escenografía: Massimo Troncanetti. Vestuario: Fiamma Benvignati. Grabaciones voz femenina y canto: Irene Petris. Grabaciones piano: Marco Guazzone.
Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León. Teatro Caja Duero, lunes 8 de junio de 2009. 20:00 h. Duración: 50’.

Cuando mira por la ventana, ¿qué ve?
—Muta Imago—


Al entrar en un teatro a oscuras, vemos la silueta de un hombre que, parado debajo de una lámpara, espera por el inicio de algo. Es una imagen inquietante puesto que de ese hombre sólo sabemos que su nombre es Lev y que algo extraordinario le sucederá. ¿Acaso no se llama Lev cualquiera de nosotros? Es una imagen inquietante porque sintetiza, con enorme fuerza visual, la soledad del hombre Lev o, por qué no decirlo, la soledad de un Lev que es igual a nuestra —la de cada uno de nosotros— incisiva soledad. ¿Acaso no está cada uno de nosotros mirando desde adentro, por la ventana del iris, lo que sucede en el mundo/teatro? El goteo silencioso en minutos de esa espera hace que lo que esté por suceder adquiera importancia de cataclismo, de la misma manera en que una mancha negra adquiere una apariencia tormentosa cuando se posa, macabra, sobre un lienzo blanco. La espera afina la tensión y estira nuestra expectativa hasta que la lámpara se cae encima del hombre y algo en el suelo, a manera de guerra, explota llenando de esquirlas, sesenta años después, la mullida contingencia del patio de butacas.

Lo que sucede en adelante es, al mismo tiempo, terrible y majestuoso. Terrible, porque la lograda imitación de una atmósfera de trincheras en mitad de la muerte nos incluye. Majestuoso, porque es difícil explicar el hechizo que, sobre sus espectadores, ejerce la compañía Muta Imago con tan sólo un poco de arena añadida a un sistema de tres paneles y tres lámparas movido por cuerdas y poleas desde el emparrillado. El hilo argumental es corto y exento de nudos: un soldado pierde la memoria por efecto de una bala en el cerebro y trabaja, día a día, en la recuperación del contenido que su olvido esconde. Pero no es sólo eso lo que vemos expresado, casi sin palabras, sobre el escenario. Es más que eso. Algo que compete a la metafísica implícita en la generalización que hace de un hombre, cualquier hombre y de cualquier hombre, todos los hombres. Esa metafísica que permite pensar en algo esencial que es común para todos (asumo el riesgo anti-positivista de una afirmación como la que acabo de emitir porque la compañía Muta Imago me ha hechizado).

Tres lámparas suben y bajan simbolizando, de manera alternada, una explosión, el desconcierto de una trinchera, la confusión de una guerra, la luz de una sala de cirugías y un amanecer. Tres paneles blancos de distintos tamaños bajan y suben generando todo el efecto de la destrucción tras los impactos. Esas mismas láminas (los he llamado paneles) serán, luego, usadas como tableros, cuadernos de notas y ventanas. Paneles de un material transparente, en un principio cubiertos por arena blanca, en los que Lev irá dibujando, con el dedo, su pasado, para encontrarse. La búsqueda sucede en mudo claroscuro de gesto y de sonido, con un juego de espejos que, situados en el suelo, proyectan imágenes sobre los paneles-pantalla. Lo demás es magia, ya lo he dicho. Cincuenta minutos de naufragio en una atmósfera creada para el arrobamiento. Espectadores que se hunden, como peces sin parpadeos, en los juegos de luz hasta ese momento de sugestión máxima en el que, por efecto de un haz sobre el que Lev derrama un poco de arena, vemos a una bailarina moviendo sus piernecitas de fantasma (la bailarina es una trampa lumínica) ante la expresión de ese ¡oh!, inevitable, en boca de todos o de casi todos. Cuando los espejos se agotan y los gestos se acaban, cuando estamos alcanzando a Lev en la memoria de Lev, nos damos cuenta de que Lev ha recordado cuál es su brazo izquierdo —el que sostiene una lámpara— y de que Lev está preparado para volver a llamarse Lev entre nosotros.

De acuerdo. En escena, con minuciosa exactitud, algo bello ha sucedido. ¿Sólo eso? ¿Sólo el momento que se diluye y ya casi no existe cuando salimos? Tal vez sí. Tal vez no. Prefiero apuntarme a la segunda de las opciones. He aquí el razonamiento que inclina mi preferencia:

Durante el lapso de tiempo en el que estamos todos fascinados con lo que vemos sobre el escenario, el personaje Lev no dice una sola palabra pero el ambiente sonoro incluye varias voces en off. Una es la del médico que anuncia que la bala ha sido extraída, otras pertenecen a personas que hacen preguntas sobre lo que Lev recuerda y le ayudan, con esas preguntas, a reencontrar su memoria y otra es la de un locutor de radio que anuncia el éxito de la puesta en órbita del satélite Sputnik 2, ése que llevaba en su interior a la perrita Laika, primer ser vivo que, en noviembre de 1957, fue llevado fuera de la atmósfera terrestre. La puesta en escena refiere el drama de un soldado ruso sin memoria y, por momentos, el ambiente sonoro incluye a una voz en off hablando del Sputnik. No hay gratuidad en el teatro bien construido, luego entre Laika y Lev debería existir una relación interpretable como parte del concepto artístico que la obra expresa. ¿De qué manera es significativa esa inclusión referencial del Sputnik y de Laika? Por una parte, es posible que la mención del Sputnik tenga una función contextualizadora puesto que sitúa el momento en el cual Lev está escribiendo su diario y viviendo el proceso de recuperación de sus recuerdos. Ese locutor de radio podría ser parte del entorno histórico de Lev, una voz que Lev escucha y que, así, lo sitúa en un marco de coordenadas temporales determinado. Por otra parte, probable es que haya algo más que contexto histórico en la mención de Laika, y ese “algo más” es el que otorga, a esta puesta en escena, la dimensión generalizadora y, digámoslo así, trascendente de la que antes hablé. Es coloquial el uso de la expresión estar en la luna para referirse a una persona que está fuera de la realidad o que se ha distraído. No es difícil, entonces, relacionar dicha pérdida de realidad por desmemoria de Lev con la puesta en órbita de Laika. Más aún, yo veo en la puesta en escena de Muta Imago una delicada metáfora de la soledad. Dado que el recuerdo funciona como articulador de una realidad objetiva cuya objetividad es convencional y colectiva (nos construimos como individuos a partir de códigos culturales como el lenguaje hablado), una circunstancia como la pérdida de la memoria desvinculará, a quien la padece, de ese acuerdo colectivo que instaura una realidad, dejando a esa persona por fuera de dicha realidad por desconocimiento de los referentes compartidos. La comunicación requiere el conocimiento de lo convencional colectivo. El olvido de dicha convención supone la incapacidad de comunicación y, por tanto, la caída en un abismo de subjetividad. ¿En qué se parecen Laika en órbita y Lev desmemoriado? Laika y Lev son cuestionamientos metafóricos de la posibilidad de comunicación en ausencia de referentes compartidos; Laika y Lev son metáforas de la más profunda e impenetrable soledad.

Finalizando el tiempo de la puesta en escena, una voz en off le pregunta a Lev qué es lo que ve cuando mira por la ventana mientras que Lev, con cuerdas que lo levantan del suelo, imita el paso de un astronauta liberado de ataduras gravitatorias. De manera simultánea, una ristra de lámparas que apuntan directo a los ojos de los espectadores (lámparas en el suelo del foro enfocando hacia el patio de butacas) empiezan a disparar rayos fotónicos de altísima potencia. Nuestros ojos parpadean, quedan atónitos y lloran de fulgor antes de cerrarse. Ese aullido de luz nos taladra y nos incluye en la desmemoria de Lev: un drama que empezó con el destello de la explosión que le trepanó la zona de memoria en la cabeza. Ese grito de luz nos apunta y nos convierte en Lev, nos enmudece y nos pierde en el abismo de nuestras propias e individuales preguntas. De repente, estamos ciegos de luz y solos, atentos en el miedo de esa sencilla certeza: estamos solos, escuchando la ironía de una voz que nos pregunta: «cuando mira por la ventana, ¿qué ve?».

Catalina García García-Herreros
Salamanca, 11 de junio de 2009