Noviembre, de David Mamet. Versión y dirección: José Pascual. Intérpretes: Santiago Ramos, Ana Labordeta, Cipriano Lodosa, Jesús Alcaide, Rodrigo Poisón. Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós. Diseño de iluminación: Felipe Ramos. Técnico de iluminación y sonido: Francisco García. Ayudante de dirección: Luis Sánchez. Jefe de producción: Raúl Fraile. Ayudante de producción: Juan Antonio Lozano. Productor ejecutivo: Jesús Cimarro.
Salamanca (Teatro Liceo), viernes 18 y sábado 19 de diciembre de 2009. 21:00 h. Duración aproximada: 1 h 40’.
¿Por qué aplaudimos y a qué?
—Peter Brook—
Todo es un error.
—David Mamet, en Noviembre—
Cuando el telón desnudó la cuarta pared, no pude dejar de sorprenderme. Las otras tres paredes (léase el foro y las paredes laterales del escenario) estaban completamente vestidas de estuco, a la manera de las paredes de la vida real, adornadas con sus correspondientes cuadros decorativos, y enriquecidas funcionalmente gracias a dos nichos de anaqueles en los que se ordenaban algunos libros, estatuillas y relojes. El escenario estaba alfombrado de azul y ahíto de muebles (escritorios, mesillas, sillas, sillón) sobre los que se esparcían varios teléfonos fijos: esos antiguos aparatos de cable ensortijado que resaltaban sobre tanta intención realista como un nocaut de anacrónico resplandor. También había un ventanal que, como el de cualquier despacho que se precie, dejaba ver la niebla del exterior y las ramas desnudas de los árboles cuando ya los ha despoblado el otoño. Dentro de este escenario vestido se podía abrir una elegante puerta de madera que conducía a un pasillo cuya pared, con cenefa a juego con las del despacho, lucía adornada con otro cuadro de estilo romántico retratando alguna batalla de independencia en donde los héroes hacían alardes de fuerza debajo de una lamparilla dispuesta para resaltar el claroscuro. Las tres paredes eran una reproducción agresivamente veraz del interior del despacho presidencial de la Casa Blanca, del interior de un despacho lujoso. Agresivamente veraz. Porque es cierto que nuestro tiempo cinematográfico —este tiempo en el cual lo teatral es expresivo-lumínico-diluido-desnudo— ha descubierto nuevos códigos para lo teatral desde cuya perspectiva el nuevo espectador resiente, como una gran mentira, la pesadez realista de los decorados. El escenario, alfombrado, repleto de muebles y bien surtido de teléfonos, no dejó de sorprenderme porque hacía mucho tiempo que yo no veía un escenario tan aparatosamente “realista” sobre un escenario. Y esta sorpresa sería, para mí, sólo el principio de un prolongado disgusto, porque a la primera palabra del protagonista —esa caricatura de un presidente de los Estados Unidos— ya me había dado cuenta de que tanto despliegue de caoba y de teléfonos no podría ocultar lo falaz, la perfecta ausencia de lo necesario.
¿Qué sucedió después de que el telón desnudara la invisibilidad de la cuarta pared? Nada. La caricatura del presidente de los Estados Unidos empezó a gritar y no dejó de gritar hasta que el telón volvió a cerrarse. El abogado, su secuaz, no dejó de seguirlo por todo el despacho intentando poner un poco de tino en su desatino verborrágico. La escritora de discursos no dejó de estornudar (el personaje había viajado a China, para adoptar una niña, y se había contagiado de la gripe aviar) y de intentar encarnar el decoro de aquellos quienes, trabajando en la más completa anonimia, son los que ponen de pie la economía de los países. El hombre de los pavos puso su dignidad de sombrero de ala ancha y traje de color claro en defensa del absurdo de la economía de mercado y una caricatura de hombre indígena hizo burla de su propio dardo envenenado. El absurdo caricaturesco que, en principio, sostenía, no sin cierta simplificación, la acidez de la sátira política, habría podido tener sentido escénico, si los actores hubieran actuado desde la comprensión profunda de absurdo tal. Porque por todos es sabido que los modos oblicuos del discurso —la sátira, la ironía, el absurdo— suelen velar un sentido para destacarlo, y cuando los actores han comprendido ese sentido pueden enriquecer el discurso de sus personajes haciendo uso de matices sonoros y de pausas discursivas que subrayen, veladamente, la falta de obviedad de lo que se debe ver. Pero no sucedió así. Las palabras en boca de los actores en escena salían dichas con prisa, en aras de un, tal vez, mal entendido ritmo, con el agotamiento auditivo como única reacción posible en los espectadores. Y hablo de ritmo mal entendido porque, para ser tal, el ritmo debe añadir pausas y matices al crescendo del tono y la velocidad. La función de memorizar palabras estaba bien cumplida por el reparto, pero no así la más obligatoria necesidad teatral de hacer que cada palabra sea dicha como consecuencia de un entramado de actitudes y gestos que, siendo mucho más que la palabra misma, necesita la palabra para concretarse.
Todos, pero sobre todo el personaje presidente, decían muchas palabras. Las palabras, como ya he observado, se desprendían de las bocas de los actores sin haber establecido ninguna relación previa ni con el gesto ni con la intención de los personajes. ¿Qué decían esas palabras? El presidente buscaba enriquecerse con el dinero de los cultivadores de pavos, haciendo su aparición ante las cámaras con un discurso prestado. El personaje-presidente podría haber encarnado, de manera satírica, la corrupción de las más altas esferas del poder, pero el actor, con una voz de tono descontrolado y hablando a una velocidad que descargaba de matices cualquier frase, deshizo el efecto de la sátira en una colección de gags para la risa fácil (recuérdese la expresión y el tono usados para referirse a su mujer como una “cotilla”). Problemas similares enfrentaron los personajes secundarios quienes perdían toda fuerza interpretativa ahogados en ese tumultuoso fluir de los gritos del presidente. Gestos falseados (en el hombre de los pavos, en el indio cuyo descontrol gestual era casi triste de ver) sobre decorados recargados, sin embargo, no ahogaron del todo la única delicadeza del montaje: la extraña y más callada dignidad de ese abogado (Cipriano Lodosa) quien, con voz menos ruidosa, desea librar al presidente de su ruina política proponiéndole que traicione a su escritora de discursos. Un abogado vil, pero con gestos pulidos para representar esa vileza que, en escena, sólo es producto de haber realizado un buen trabajo.
Antes hablé de la perfecta ausencia de lo necesario. Porque si hay algo necesario en teatro es hacer sentido (también con el absurdo) de manera que la vida se transforme o de que, con menos pretensión, la experiencia de acudir al teatro pueda llenar la cotidianidad de un día normal con algo distinto. Si no es así, habría que empezar a preguntarse para qué vamos al teatro, pregunta que nos llevaría a una larga digresión. Sin desviarnos, por tanto, del asunto, querría insistir en el hecho de que esta experiencia de Noviembre en diciembre me ha resultado tan anodina como anónima es la muerte de esos miles de pavos que, sin haber sido indultados por el presidente de los Estados Unidos, mueren el Día de Acción de Gracias. Pero evitemos las autocomplacencias y volvamos a empezar. Afirmemos que toda experiencia teatral es positiva porque, aunque no guste, no transmita, no comunique y aburra, puede, tras larga reflexión, enseñar algo sobre las propias preferencias y, por tanto, sobre la propia vida. Desde ese punto de vista es posible que esta puesta en escena de Noviembre pudiera haber dejado claro que la vida de un despacho en la Casa Blanca es increíblemente frívola, insoportablemente ruidosa, mínimamente lógica, ínfimamente inteligible. De eso se tratan las hipérboles de la sátira. De acuerdo. Pero el montaje adolecía de algo difícil de excusar: era ostentosamente aburrido, ruidosamente falto de intensidad. La intensidad en la voz está lejos de ser garantía de intensidad escénica, de hecho casi nunca se encuentran en proporción directa. El montaje era aburrido porque las voces estaban fuera de control y siempre tintineaban con el mismo tono despojado de significado. Lo de ayer era una puesta en escena que, desde mi punto de vista, ocultaba con creces los mejores puntos de la comicidad ácida del texto y resaltaba la caricatura fácil. Si alguien pudo disfrutar de los gags y no estar mortalmente aburrido, sinceramente me alegro.
Es extraño, hoy en día, ver un teatro con escenografías tan rígidas, tan estucadas, tan poco necesitadas del juego de luces, tan costosas. Pero un montaje rara vez queda arruinado por un desacierto escenográfico, si las interpretaciones logran llenar de sentido ese supuesto desacierto. Un espectador siempre podrá imaginar una puerta, un recinto, un escritorio, un despacho, si hay, en la actuación, vida que impulse el ejercicio imaginativo. En este montaje de Noviembre yo sólo escuché gritos. Y, a los cinco minutos de descubierta la cuarta pared (las otras tres estaban ocupadísimas), me descubrí deseando que alguien dejara de gritar cuanto antes. Esta puesta en escena de Noviembre tenía demasiado escenario para tan poca vida y demasiado alarde para tan poco teatro.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 20 de diciembre de 2009
¿Por qué aplaudimos y a qué?
—Peter Brook—
Todo es un error.
—David Mamet, en Noviembre—
Cuando el telón desnudó la cuarta pared, no pude dejar de sorprenderme. Las otras tres paredes (léase el foro y las paredes laterales del escenario) estaban completamente vestidas de estuco, a la manera de las paredes de la vida real, adornadas con sus correspondientes cuadros decorativos, y enriquecidas funcionalmente gracias a dos nichos de anaqueles en los que se ordenaban algunos libros, estatuillas y relojes. El escenario estaba alfombrado de azul y ahíto de muebles (escritorios, mesillas, sillas, sillón) sobre los que se esparcían varios teléfonos fijos: esos antiguos aparatos de cable ensortijado que resaltaban sobre tanta intención realista como un nocaut de anacrónico resplandor. También había un ventanal que, como el de cualquier despacho que se precie, dejaba ver la niebla del exterior y las ramas desnudas de los árboles cuando ya los ha despoblado el otoño. Dentro de este escenario vestido se podía abrir una elegante puerta de madera que conducía a un pasillo cuya pared, con cenefa a juego con las del despacho, lucía adornada con otro cuadro de estilo romántico retratando alguna batalla de independencia en donde los héroes hacían alardes de fuerza debajo de una lamparilla dispuesta para resaltar el claroscuro. Las tres paredes eran una reproducción agresivamente veraz del interior del despacho presidencial de la Casa Blanca, del interior de un despacho lujoso. Agresivamente veraz. Porque es cierto que nuestro tiempo cinematográfico —este tiempo en el cual lo teatral es expresivo-lumínico-diluido-desnudo— ha descubierto nuevos códigos para lo teatral desde cuya perspectiva el nuevo espectador resiente, como una gran mentira, la pesadez realista de los decorados. El escenario, alfombrado, repleto de muebles y bien surtido de teléfonos, no dejó de sorprenderme porque hacía mucho tiempo que yo no veía un escenario tan aparatosamente “realista” sobre un escenario. Y esta sorpresa sería, para mí, sólo el principio de un prolongado disgusto, porque a la primera palabra del protagonista —esa caricatura de un presidente de los Estados Unidos— ya me había dado cuenta de que tanto despliegue de caoba y de teléfonos no podría ocultar lo falaz, la perfecta ausencia de lo necesario.
¿Qué sucedió después de que el telón desnudara la invisibilidad de la cuarta pared? Nada. La caricatura del presidente de los Estados Unidos empezó a gritar y no dejó de gritar hasta que el telón volvió a cerrarse. El abogado, su secuaz, no dejó de seguirlo por todo el despacho intentando poner un poco de tino en su desatino verborrágico. La escritora de discursos no dejó de estornudar (el personaje había viajado a China, para adoptar una niña, y se había contagiado de la gripe aviar) y de intentar encarnar el decoro de aquellos quienes, trabajando en la más completa anonimia, son los que ponen de pie la economía de los países. El hombre de los pavos puso su dignidad de sombrero de ala ancha y traje de color claro en defensa del absurdo de la economía de mercado y una caricatura de hombre indígena hizo burla de su propio dardo envenenado. El absurdo caricaturesco que, en principio, sostenía, no sin cierta simplificación, la acidez de la sátira política, habría podido tener sentido escénico, si los actores hubieran actuado desde la comprensión profunda de absurdo tal. Porque por todos es sabido que los modos oblicuos del discurso —la sátira, la ironía, el absurdo— suelen velar un sentido para destacarlo, y cuando los actores han comprendido ese sentido pueden enriquecer el discurso de sus personajes haciendo uso de matices sonoros y de pausas discursivas que subrayen, veladamente, la falta de obviedad de lo que se debe ver. Pero no sucedió así. Las palabras en boca de los actores en escena salían dichas con prisa, en aras de un, tal vez, mal entendido ritmo, con el agotamiento auditivo como única reacción posible en los espectadores. Y hablo de ritmo mal entendido porque, para ser tal, el ritmo debe añadir pausas y matices al crescendo del tono y la velocidad. La función de memorizar palabras estaba bien cumplida por el reparto, pero no así la más obligatoria necesidad teatral de hacer que cada palabra sea dicha como consecuencia de un entramado de actitudes y gestos que, siendo mucho más que la palabra misma, necesita la palabra para concretarse.
Todos, pero sobre todo el personaje presidente, decían muchas palabras. Las palabras, como ya he observado, se desprendían de las bocas de los actores sin haber establecido ninguna relación previa ni con el gesto ni con la intención de los personajes. ¿Qué decían esas palabras? El presidente buscaba enriquecerse con el dinero de los cultivadores de pavos, haciendo su aparición ante las cámaras con un discurso prestado. El personaje-presidente podría haber encarnado, de manera satírica, la corrupción de las más altas esferas del poder, pero el actor, con una voz de tono descontrolado y hablando a una velocidad que descargaba de matices cualquier frase, deshizo el efecto de la sátira en una colección de gags para la risa fácil (recuérdese la expresión y el tono usados para referirse a su mujer como una “cotilla”). Problemas similares enfrentaron los personajes secundarios quienes perdían toda fuerza interpretativa ahogados en ese tumultuoso fluir de los gritos del presidente. Gestos falseados (en el hombre de los pavos, en el indio cuyo descontrol gestual era casi triste de ver) sobre decorados recargados, sin embargo, no ahogaron del todo la única delicadeza del montaje: la extraña y más callada dignidad de ese abogado (Cipriano Lodosa) quien, con voz menos ruidosa, desea librar al presidente de su ruina política proponiéndole que traicione a su escritora de discursos. Un abogado vil, pero con gestos pulidos para representar esa vileza que, en escena, sólo es producto de haber realizado un buen trabajo.
Antes hablé de la perfecta ausencia de lo necesario. Porque si hay algo necesario en teatro es hacer sentido (también con el absurdo) de manera que la vida se transforme o de que, con menos pretensión, la experiencia de acudir al teatro pueda llenar la cotidianidad de un día normal con algo distinto. Si no es así, habría que empezar a preguntarse para qué vamos al teatro, pregunta que nos llevaría a una larga digresión. Sin desviarnos, por tanto, del asunto, querría insistir en el hecho de que esta experiencia de Noviembre en diciembre me ha resultado tan anodina como anónima es la muerte de esos miles de pavos que, sin haber sido indultados por el presidente de los Estados Unidos, mueren el Día de Acción de Gracias. Pero evitemos las autocomplacencias y volvamos a empezar. Afirmemos que toda experiencia teatral es positiva porque, aunque no guste, no transmita, no comunique y aburra, puede, tras larga reflexión, enseñar algo sobre las propias preferencias y, por tanto, sobre la propia vida. Desde ese punto de vista es posible que esta puesta en escena de Noviembre pudiera haber dejado claro que la vida de un despacho en la Casa Blanca es increíblemente frívola, insoportablemente ruidosa, mínimamente lógica, ínfimamente inteligible. De eso se tratan las hipérboles de la sátira. De acuerdo. Pero el montaje adolecía de algo difícil de excusar: era ostentosamente aburrido, ruidosamente falto de intensidad. La intensidad en la voz está lejos de ser garantía de intensidad escénica, de hecho casi nunca se encuentran en proporción directa. El montaje era aburrido porque las voces estaban fuera de control y siempre tintineaban con el mismo tono despojado de significado. Lo de ayer era una puesta en escena que, desde mi punto de vista, ocultaba con creces los mejores puntos de la comicidad ácida del texto y resaltaba la caricatura fácil. Si alguien pudo disfrutar de los gags y no estar mortalmente aburrido, sinceramente me alegro.
Es extraño, hoy en día, ver un teatro con escenografías tan rígidas, tan estucadas, tan poco necesitadas del juego de luces, tan costosas. Pero un montaje rara vez queda arruinado por un desacierto escenográfico, si las interpretaciones logran llenar de sentido ese supuesto desacierto. Un espectador siempre podrá imaginar una puerta, un recinto, un escritorio, un despacho, si hay, en la actuación, vida que impulse el ejercicio imaginativo. En este montaje de Noviembre yo sólo escuché gritos. Y, a los cinco minutos de descubierta la cuarta pared (las otras tres estaban ocupadísimas), me descubrí deseando que alguien dejara de gritar cuanto antes. Esta puesta en escena de Noviembre tenía demasiado escenario para tan poca vida y demasiado alarde para tan poco teatro.
Catalina García García-Herreros
Salamanca, 20 de diciembre de 2009